Si a estos relatos sumamos todavía un par de cuentos de los que vengo llamando primordiales (también podríamos llamarlos “ antecesores”, con permiso de Atapuerca), iremos viendo cómo se forma la cadena de símbolos cifrados en esa etapa fundamental de la naciente cultura agraria. Uno es El príncipe encantado (“Amor y Psique” en la mitología clásica, posterior también). De nuevo un relato tan viejo como el mundo, predecesor de la historia banalizada de “La bella y la bestia”-. Allí es la menor de las tres hijas de un pobre jornalero la que decide entregarse al monstruo que, bajo una repulsiva piel de lagarto, esconde un cuerpo hermosísimo y habita en un palacio encantado. El palacio aparece y desaparece en medio del olivar, equivalente a nuestro bosque andaluz. Allí, la heroína, una vez el monstruo se desprende de su asquerosa piel, dormirá placenteramente con él cada noche, eso sí, a oscuras, pues le está prohibido verlo. Solo puede sentirlo. (Ya comprenden por qué este cuento se fue perdiendo, como tantos otros, vigilado de cerca por la cultura oficial). En principio, ella lo hace para evitar que la bestia acabe con la vida de su padre. Pero no podrá resistir, por incitación de sus dos hermanas envidiosas, la tentación de ver a su misterioso amante, para lo cual acercará una vela encendida a la cabecera de la cama, cuando está dormido. Por descuido del embeleso, una gota de cera ardiente resbalará por la vela, hasta caer en un hombro del bello durmiente, que despierta sobresaltado. “¿Qué has hecho, María? ¿No te dije que no podías verme? Ahora se ha roto mi desencanto y tendrás que buscarme al otro lado del mundo.” Falta decir que ese príncipe había nacido a consecuencia de la desesperación de una reina: “¡Quiero un hijo, aunque sea como un lagarto!”. (Esto es, el objeto fundamental de la propiedad hereditaria había quedado sin sentido). La hija del jornalero ha de emprender entonces el más arduo camino, que la conducirá al otro extremo del orbe, para allí culminar la tarea de desencantar a su querida bestia. Y, en algunas versiones, hacerle reconocer el hijo habido en la gozosa relación anterior. En ese viaje, amén de gastar siete pares de zapatos de hierro –como dije, reconocido símbolo de un excepcional ir y volver del reino de la muerte- ha de transitar sucesivamente –reparen bien en esto- por las cuevas del Sol, de la Luna y las Estrellas. Con los objetos maravillosos que le van entregando los representantes de esos tres reinos celestes, logrará interrumpir la boda secreta del príncipe con una prima, y ocupar el lugar de esta, en el momento suspendido de la ceremonia. Ahí lo tienen, todo un desencantamiento por amor, todo un príncipe casado con la hija de un jornalero. De paso, como quien no quiere la cosa, este cuento introduce una variable trascendental en el imaginario colectivo: la acción liberadora de los deseos satisfechos. Estando por medio un animal de sangre fría, ya solo falta que Karl Jung venga a descifrar los arquetipos del inconsciente. Pero esa es otra historia.
La cadena de símbolos del cuento maravilloso nos lleva, pues, a que el incesto está prohibido, el matrimonio ha de ser exógamo –esto es, entre miembros de distintos clanes-, no concertado y con participación decisiva de la voluntad de la mujer, es decir, un mensaje directo contra el matrimonio concertado y a favor del refresco genético. (Esto tampoco se los esperaban ustedes, supongo). Y por si algo faltara, interclasista, o al menos no estorba que lo sea al fin principal. Cuatro o cinco factores que en muchas sociedades actuales andan en franca e inquietante regresión, a base de matrimonios concertados con niñas, entre otras verdaderas monstruosidades; y en cuanto al incesto, no tienen más que darse una vuelta por los juzgados. Todo eso que está haciendo retroceder a la humanidad en sus fundamentos morales básicos, mientras progresa la tecnología al servicio del poder. En fin, ya conocen la situación, que por algo está sumiendo en el desconcierto a filósofos, sociólogos y antropólogos de todas partes.
Aludiré siquiera a otro notable caso, el de La bella durmiente. Las versiones mutiladas, a conveniencia ideológica, suprimieron de un tajo toda la segunda parte, donde la princesa, tras despertar con el beso azul, se convierte en una heroína muy activa. Heroínas activas las habrá abundantemente en los auténticos cuentos populares, muchas más de lo que se suele creer; no así en las versiones edulcoradas, adaptadas, por la mentalidad pequeñoburguesa. De ahí que haya que tomar con precaución la denominación cuentos de hadas, que entre nosotros ya dije es extranjeriza y tardía, por mucho que haya hecho fortuna. En la expresión de los buenos informantes con los que, felizmente, me fui topando a lo largo de los años, siempre son cuentos de encantamiento. No por casualidad, es el mismo término que emplea Cervantes, que de cultura popular mucho también sabía. (¿Hay algo de lo que no supiera Cervantes?) Como después Machado y Álvarez, al frente de su venerable escuela de librepensadores positivistas, a los que la Restauración borbónica -no se nos olvide-, borró del mapa universitario español. Volvería a suceder con la Institución Libre de Enseñanza, y luego con la dictadura. (La democracia, triste es reconocerlo, nos ha llevado a un tipo de universidad endogámica y corporativa, de la que prefiero no hablar hoy. Los hechos, como el lugar que ocupan en el ranking internacional, hablan por sí solos).
Ese salto cualitativo que da la humanidad, con
la llamada Revolución Neolítica, ya
vemos que no pudo ser de golpe, sino que debió pasar por un largo periodo de transiciones
tentativas, como de prueba y error, que
derivarán en convulsiones sociales -y sin duda psicológicas-, y acabarán produciendo, finalmente, la honda grieta que separa a
poseedores de desposeídos. (También cada vez mayor en los tiempos que corren). (22, Aunque podamos
consolarnos con que también es este un fenómeno que se repite en la historia.
Por ejemplo, en la época de Augusto, la concentración de riqueza fue de tal
calibre, que hace decir a G.E.M. de Sainte-Croix, en La lucha de clases en el mundo antiguo (1981): “La concentración de
riqueza [era] cada vez mayor en manos de las clases superiores”. (Citado por
Robin Lane Fox, El mundo clásico (2007) p 594. Algo parecido sucedió en otros
imperios de la Antigüedad, antes de su
irremediable caída. No sé si esto puede aliviar nuestro pesimismo, o al
contrario). Creo que es en esa esfera de grandes
conmociones en la que el cuento maravilloso se mueve como pez en el agua, en
tanto relato que da cuenta y previene de esas mismas perturbaciones, antes de
que el poder de la agricultura se convierta en poder político-religioso. Cosa
distinta es la jerarquía social, que ya apunta en el hecho de que los
yacimientos funerarios marcan ciertas distinciones grupales. (En Los Millares,
de manera más acusada que en Antequera, esto es, más cercana allí a la división
en clases sociales).
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