Introducción
(Los dólmenes de Antequera como Cuentos Maravillosos)

            Una de las experiencias más hermosas de mi juventud fue contemplar el cielo nocturno en mitad del Atlántico. Y no una vez ni dos, sino durante muchas guardias de mar, las que me tocó hacer en las prácticas de marina mercante, en los meses de julio y agosto de 1968; un año proverbial, como todo el mundo sabe, en mi caso también. Con veintisiete años de edad que tenía entonces, y en la condición de lo que se llamaba agregado de puente, emprendí la que sería la única larga singladura de mi vida. A bordo del “Comillas”, zarpamos un 5 de julio, de Bonanza (Sanlúcar de Barrameda), y un 27 de agosto desembarcamos en Cádiz, después de haber tocado un rosario de  puertos del Caribe: Bridgetown, San Juan de Puerto Rico,  Port-au-Prince, Kingston, Curaçao, La Guardia, Cartagena, Santa Marta… El “Comillas” era un buque de carga general de la compañía Trasatlántica, de 121 metros de eslora. Y el aprendiz de nauta, un desorientado muchacho de Alcalá de Guadaira, afincado en Sevilla desde los quince años, por la calle Feria, casi esquina del  mercadillo del Jueves y, curiosamente, a la misma distancia de la parroquia de Omniun Sanctorum y del barrio de las prostitutas. 

            Ahora se preguntarán ustedes –y yo también- qué demonios hacía aquel jovencito por semejantes andurriales de la vida. Pues no crean que es fácil de explicar, ni yo voy a abusar de su paciencia. El hecho es que, a aquella maravillosa edad –acabo de darme cuenta de que hace ya de esto ¡cincuenta años!-,  acababa de culminar los estudios de Náutica y los de Filosofía y Letras, los dos al mismo tiempo; algo rezagados ambos, en razón de una existencia bastante zarandeada por la necesidad y las más heteróclitas ensoñaciones. Sé que esa peripecia dual, la de aprendiz de marino y de filósofo, ya es lo bastante insólita -rozando lo inverosímil-, sobre todo en un país como el nuestro, donde ciencias y letras andan rigurosamente separadas, para desgracia de todos.

En fin, que no parecía –volviendo al momento crucial- sino que, de correr por la calle San Fernando, delante de los grises en aquel mayo glorioso, la misma inercia de la carrera fuera lo que me llevó a bordo del “Comillas”, como prolongación de la huida. En realidad, no solo huía de la policía franquista, sino de otras muchas cosas de las que proporciona el tener que buscarse la vida tempranamente y, a pesar de la dictadura, disfrutarla en todo lo posible. Años verdaderamente difíciles aquellos. Entre que Franco se moría o no se moría, algo había que hacer, además de conspirar, encabezar huelgas y repartir octavillas.  Apurando el lenguaje de mar, se conoce que tenía yo la aguja un tanto descompensada, por inducción de las férreas circunstancias. Y que solo ahora, que ando entretenido en escribir mi biografía, veré de poner un poco de orden en todo aquello. No les garantizo nada.

Lo que aquí creo que algo importa es recordar cómo me fui enamorando del cielo nocturno, en aquellas guardias de cuatro a ocho de la mañana. Esperando que apareciera en el horizonte la raya del alba, para coger el sextante y tomar las alturas de un par de estrellas, me gustaba salir al alerón, cargar mi cachimba con tabaco perfumado holandés, y mirar al cielo, sencillamente, mirar. Abrir bien los ojos a aquella inmensa bóveda resplandeciente, con su muchedumbre de puntos luminosos. Algo que no es posible percibir, al menos con la misma emoción y claridad, en lugares de tierra firme, como no sea desde las cumbres más altas, supongo. Claro que ya entonces estaba fraguando un primer libro de versos  y algo que acabaría siendo mi tesis de licenciatura (1971) sobre la novela Gran Sol, de Ignacio Aldecoa. Una novela de mar, precisamente, y de esforzados marinos –estos sí-, en la dura pesca del bacalao por Terranova. Todo eso bullía en mi mente, mientras iba cazando estrellas para la tarea de fijar la posición del  buque. Bajo la supervisión del primer oficial, un tipo ya bastante mayor –y cascarrabias-, un día de aquellos calculé nuestra situación ¡por siete estrellas! (Lo normal eran dos o tres): Sirius, Rigel, Aldebarán, Capella, Mirfak, Alpheratz, y Fumalhaut. A todas siete las fui ensartando en el   collar de la noche, según una tabla 214 del “Bureau Hidrographik” de EEUU. No es que me acuerde de memoria, sino que he sido el primer sorprendido, cuando al cabo de cincuenta años he vuelto a ver ese cálculo en mi viejo cuaderno de navegación. Eso sí que me ha parecido una proeza, a mi pequeña escala, naturalmente: haber acumulado en tierra los complejos conocimientos que hacen falta para llevar a cabo semejante despliegue, tomar siete alturas verdaderas, ajustando a la par los segundos del cronómetro, con la ayuda del  cascarrabias. Y que justo en la intersección de unas cuantas bisectrices, allí exactamente estábamos, en medio del océano.  

Con estas precisiones, lo que intento transmitirles es más bien un estado de ánimo, que va del asombro a la incredulidad; los que a mí mismo me produce repensar las andanzas de aquellos días de incertidumbres radicales –repito, 1968-. Aún le quedaban al tirano unos cuantos años de su vida de gato. O a lo mejor es que estoy procurando lo que todos: la benevolencia del público, en este caso por las atrevidas reflexiones que me propongo hacer a continuación, en este lugar privilegiado, que con tanta generosidad me recibe.  

Por aquellos años, hubo otras andanzas peculiares, que también tienen que ver con lo que me trae hoy aquí. Por ejemplo, un curso de Filosofía Pura (Madrid, 1962-63; especialidad que no pude continuar), cuyos apuntes también se me han venido a las manos estos días, entre cartas marinas, libros de mecánica del buque, álgebra infinitesimal y trigonometría esférica. No son más que unas notas de las clases de Historia de la Ciencia (la especialidad de Michael Hoskin, a quien, a partir de ahora habré de referirme más de una vez). Rozando de nuevo lo increíble, en ese cuaderno la relación espacio-tiempo veo que ya cobraba una cierta entidad polivalente, la que va de la poesía a la física, y de esta directamente a la metafísica. También por aquel entonces, en el Madrid de los años sesenta, conviví en una pensión con mi amigo Bartolomé Coll, un sevillano de ascendencia mallorquina que estudiaba Física Teórica –luego ha desarrollado una prominente carrera de físico-matemático en Francia, en el CNRS-. De su mano, intenté comprender lo que significan las ecuaciones de Einstein, aunque yo estaba más pendiente de la perplejidad misma que de la comprensión - escasa- de esa arcana materia. Mientras me esforzaba por comprender algo, lo que pensaba para mis adentros era que tal vez nadie como un piloto de altura  sabe de complicidades semejantes, por lo menos las que  se traban entre los segundos de  arco de la bóveda celeste y los segundos del cronómetro de a bordo, y  aplicarlo a alguna cosa un poco menos abstracta, como, por ejemplo,   llevar a buen puerto un  buque  con sus tres bodegas repletas de café de Colombia,  pegando pantocazos sobre un mar de fondo, que no era sino el síntoma de un huracán que nos venía lamiendo por la popa.

 Ahora me encuentro con que ciertas análogas exactitudes, y sin duda algunas reflexiones trascendentales, ya las buscaban y se las hacían los hombres de Antequera, hace entre cinco y seis mil años. Poca cosa, en realidad, comparada con la evolución del hombre sobre la Tierra (el homo sapiens lleva por aquí unos 350.000 años), pero mucho, si lo medimos con perspectiva actual. Por lo que fuera, la humanidad se hallaba ya entonces ante la necesidad de hacer buenos cómputos, con la ayuda del cielo estrellado. Primero, para medir los sucesos fundamentales de la vida; entre otros, según minuciosos estudios de especialistas, el ciclo de las estaciones, y con ello el de las cosechas; también marcar el territorio de la tribu o del clan y reunirse en ceremonias comunales; entre estas, seguramente la más simbólica de todas: dar digna sepultura a sus miembros difuntos. Estimo que también se celebrarían algunos ritos de paso a la edad adulta, pues es práctica común entre los llamados pueblos primitivos, asociada a las funerarias, utilizar cuevas, cobertizos y otros lugares herméticamente cerrados para hacen creer a los adolescentes que allí dentro mueren y al cabo de un tiempo resucitan. En el supuesto de los dólmenes, ayudarían no poco la oscuridad y el silencio absolutos que puede hallarse en su interior, cual si de una auténtica tumba se tratara. (He experimentado yo mismo una breve estancia hermética en el dolmen de El Romeral, por gentileza de Bartolomé Ruiz, director del conjunto).  

Con las funciones mortuoria e iniciática ya se manifiesta algo que va más allá de la necesidad de los otros usos, y que quiere expresarse muy tempranamente: el anhelo de construir un sentido firme a la existencia, ligado al de la muerte; algo que no es privativo, ni mucho menos, del hombre occidental. De lo que se trata, esencialmente, creo era dar forma física a la vida simbólica. En el caso de Antequera, con un énfasis especial, pues obviamente nos hallamos ante construcciones no habitacionales,  levantadas con lo que hoy hasta podría parecernos un exceso de solidez arquitectónica, pues ni siquiera el uso mortuorio justificaría ese derroche. ¿Para qué entonces querrían aquellos hombres tamaños monumentos , cuando debían estar requeridos por necesidades apremiantes de supervivencia material? ¿O no lo estaban tanto, y la vida cotidiana había alcanzado un grado de confortabilidad que permitía dedicar buena parte del tiempo a especulaciones filosóficas y a construir los símbolos?

No es fácil encontrar respuestas a estas preguntas elementales, e incluso podemos abrigar razonables sospechas de estar proyectando con ellas algunos criterios de nuestro mundo, que nada tendrán que ver con lo que ocurría entonces. Y como tampoco comprendemos de qué medios técnicos se valían para erigir esos monumentos –salvo aproximaciones empíricas-, lo cual constituye todo un desafío a nuestras coordenadas mentales, no  nos quedará otra que proceder por analogías y comparaciones con otras sociedades relativamente cercanas, en el tiempo histórico o en el espacio conceptual.  

Pero no nos adelantemos tanto, y volvamos a lo más común en las relaciones primitivas entre la vida y la muerte, para tratar de comprender a qué se debieron realmente estas formidables  edificaciones de la prehistoria, los dólmenes.  De un modo u otro, en todas esas arquitecturas lo que parece se quiere expresar es una manera organizada de llegar a la muerte, como prolongación natural de la vida, en una unidad paradójicamente diferencial. Una cosa no es posible sin la otra y se deben mutua explicación. Pero no todas las culturas lo hacen de la misma manera, ni persiguen los mismos fines. Ejemplos evidentes, como catedrales, mezquitas o sinagogas, y aun las pirámides egipcias, chinas, o aztecas, bastante de lo que ese mismo impulso representa en los dólmenes. Lo iremos viendo más detenidamente, con ayuda de otras consideraciones. Pero no sobrará que adelantemos alguna reflexión al respecto.

En principio, es común a las religiones históricas señalar la frontera entre la vida y la muerte, como un límite sagrado que se puede no obstante transgredir, pero solo con permiso de los sacerdotes. De ahí que tumbas y sepulcros de una gran riqueza se exhiban continuamente y sin recato. Pero en las religiones arcaicas -hasta donde podemos deducir-, esa frontera no se pretende solo real, sino también simbólica, abstracta.  Dado que se trataría de dar culto a los antepasados, y no a divinidades superiores al hombre –que todavía no se han inventado-  esa concepción permite el tránsito fluido de un lado al otro, a través de la frontera misma, sin necesidad de transgredir nada. Los muertos está ahí mismo, son nuestros familiares, que nos acompañan a todas horas, si bien se les rinde tributo en ocasiones especiales. (En Roma serán los dioses menores familiares). Por eso las religiones más antiguas parecen también las más humanas. Algunas formas de esas creencias han llegado hasta nuestros días, en ritos residuales, a los que me referiré más adelante, como también en cuentos extraordinariamente antiguos, de lugares y culturas muy lejanas en el tiempo pasado, y muy distantes entre sí. En realidad, con lo que ya sabemos de las religiones históricas, las anteriores, las de las sociedades primitivas, pueden llegar a parecernos hoy, además de más humanas, más verdaderas, ya que no se basan en ideologías, sino en experiencias de tránsito entre este mundo y el otro que se toman por ciertas. Las históricas, como las monoteístas, tan extremadamente abstrusas (y solo dominadas por los miembros más destacados de la casta sacerdotal) parecen poseedoras de una cierta lógica; pero ello es debido a la costumbre de las prácticas religiosas y a los hábitos mentales derivados de un proselitismo intenso, ejercido especialmente sobre los niños; por cierto, un atropello despiadado, que practican todas las religiones oficiales, aprovechando la inocencia infantil para inculcar fantasías absurdas, como si fueran entes verificados, en unas mentes indefensas.     

Para todos aquellos fines, o para algunos de ellos en determinados momentos, fueron levantadas estas extrañas construcciones, los dólmenes, sin bien creo que continúa habiendo más incógnitas que certezas en torno a ellos. Pero hay algo que me parece indiscutible: en cualquier dirección que tomemos, tratando de averiguar las ideas que las sustentaron, se vuelve inevitable inquirir sobre unos primeros discursos de la mente simbólica. ¿Por qué, o en torno a qué, organizaron estos conjuntos de enormes piedras, ajenos a los usos utilitarios de cada día? Incluso considerando solamente la posible finalidad sepulcral colectiva, las preguntas no dejan de ser de gran importancia. ¿A qué clase de cultos servían? ¿A quiénes se les daba allí sepultura? ¿Qué ideas o nociones trascendentales informaban esas prácticas? De todo eso solo nos queda una sólida estructura física, la que vemos, que necesariamente esconde un rico yacimiento de sentido. El que la función básica fuese la de túmulo, no aclara mucho las cosas; más bien las complica, como iremos viendo, puesto que antes de la muerte está todo lo demás: la sociedad, la economía, el arte…. Desde luego, da la impresión de  que a los artífices de estas  construcciones –grandes arquitectos, desde luego, poseedores de unas matemáticas a las que acaso no llegaremos nunca- poco les importó aclarar  mensaje alguno para la posteridad. Probablemente creyeron que aquel compendio de piedras se entendería por sí solo. No ha sido así, y buen trabajo  cuesta a los especialistas arrancarles esquirlas de significado. En una ficción retrospectiva, no parece sino que alguno de aquellos excelentes arquitectos hubiese dicho: “No crean los venideros que, además de primitivos, éramos necios. Ya tienen con qué entretenerse”.


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