Acotemos el marco cronológico de la comparación en la etapa que suele denominarse “Revolución Neolítica”, hacia su parte final, cuando la humanidad forja aquel nuevo modo de vida, ligado al esplendor material de la agricultura y a unos nuevos valores sociales que de ellos se derivan, todavía en fase inicial. Ya sé que el mismo concepto de “Revolución neolítica” está en litigio, e incluso se cuestiona cuáles fueron las verdaderas causas que forzaron al hombre a salir de las cuevas o del bosque para instalarse al aire libre, en asentamientos mucho más precarios, como los que ya se dan en el territorio de esa Antequera Neolítica, en paralelo con los dólmenes. Fijémonos en que, al tiempo de construir sus cabañas en la fértil vega, esos mismos habitantes están levantando enormes construcciones no habitacionales, arrastrando piedras de un tamaño descomunal. Cierto que nos falta mucho todavía para comprender por qué hacen eso, además de la causa material que lo permite, a la que ya nos hemos referido: el amplio margen de tiempo libre que trae consigo el excedente agrícola. Incluso sabemos más de cómo lo hicieron que de para qué lo hicieron; dicho de otra manera: ya que no utilitarios, cuáles eran sus objetivos simbólicos. Las tesis funerarias, religiosas, astronómicas, territoriales, ceremoniales… se suceden, se superponen o se combinan, pero no estamos seguros de cómo funcionaba el conjunto. Lo que está claro es que aquellos hombres andaban muy atareados en construir algo que no era productivo en sí mismo; algo, pues, puramente representativo, por supuesto vinculado a la interpretación de la muerte, pero que tampoco esto lo agota. Se asemeja, pero no coincide con la finalidad de otras tumbas con las que estamos más familiarizados. Por ejemplo, las dedicadas a una sola persona, un gran jefe deificado, como en Egipto o en China. No parece que tal fuera la función de los dólmenes, donde la cámara funeraria no es unipersonal. (Solo la segunda del Dolmen de el Romeral, el más moderno, parece pudo ser destinada a ese fin). Conviene fijarse también en esa distinción, la de las construcciones megalíticas con las gigantescas tumbas posteriores, a las que acabamos de aludir. Las grandes pirámides fueron diseñadas para, una vez selladas, quedar totalmente herméticas. Lo mismo sucede con las aztecas y las mayas. En los dólmenes, en cambio, siempre quedó un acceso, a partir de una especie de atrio o explanada, para la celebración de ritos colectivos, entre ellos probablemente el de sellar pactos entre clanes.
Pensando en esa característica, y tras haber pasado, -brevemente, claro- por la experiencia de permanecer a oscuras por completo y en el silencio más absoluto dentro de la primera cámara del dolmen de El Romeral, es por lo que me ha extrañado no ver estudios sobre posibles ritos de paso, de iniciación de los jóvenes en los secretos del clan o de la tribu, a los que ya me referí al principio. (Tal vez se me han escapado esos estudios). Entre los secretos, según sabemos por prácticas de ese tenor en otras partes del mundo primitivo, figura la creencia de que es ahí donde se puede viajar al reino de la muerte, y regresar después, tras sufrir algún tipo de transformación. Los dólmenes parecen recintos particularmente idóneos para la aplicación de esa creencia, en tanto que permanecían completamente cerrados durante el tiempo ritual, y de ese modo facilitaban la sensación de retorno a la vida. La semejanza con el momento de nacer está a veces sugerida en esas mismas prácticas, como también todo el esquema constructivo sugiere el útero y el embarazo; (10, Hoskin, M. “Arqueoastronomía en los Dólmenes de Antequera. El centro solar, op. cit. p 110) e incluso la de ser regurgitado por algún animal totémico, desde su estómago. (Sorprendentemente, es esta una de las posibles bases interpretativas de Caperucita). (11, Sobre este cuento tan conocido puede consultarse mi punto de vista en un artículo de divulgación “El año de Caperucita”, en Babelia-El País, 13 de diciembre de 1997).
En todo caso, el tránsito entre la vida y la muerte, en ambos sentidos, debió formar parte de esas prácticas, con lo que quedaría establecida la continuidad entre un mundo y el otro, bajo ciertas condiciones. Hoy nos puede parecer una creencia lógica, de tanto como las religiones posteriores han pregonado algo semejante, aunque no siempre de la misma manera. En las religiones históricas, la relación queda establecida entre dos elementos discontinuos, distintos por completo; en la sociedad neolítica, en cambio, son continuos, son dos partes, haz y envés, de una misma entidad. En las primeras, se esperan evidencias del Más Allá, como los milagros –interpretados y autorizados por los sacerdotes, claro- y ganar el Paraíso, si se siguen las reglas marcadas por los mismos que se erigen en intérpretes –interesados- del reino de ultratumba. En las segundas, la relación con los antepasados no se basa en una transacción (“el negocio de la salvación”, decían los jesuitas); solo se espera de ellos pequeñas cosas en el orden doméstico, dentro de una familiaridad confidencial, como favorecer el parto, por ejemplo. La diferencia es notable. Hoy, decir que la vida es igual a la muerte se postula como un principio de la dialéctica. Aquellos hombres y mujeres lo creían de verdad. Y, desde luego, hay alusiones a ritos de esa naturaleza en un gran número de cuentos maravillosos, incluidos los que estamos relatando.
Así, en Juan el Oso, la misma cueva donde está encantada la hija del rey, y de la que el propio protagonista consigue salir, añade a la condición de recinto del subsuelo la de lugar peligroso, gobernado por el Diablo, señor de las profundidades. En El Príncipe Encantado, la protagonista ha de gastar siete pares de zapatos de hierro, en su peregrinación al otro lado del mundo; un símbolo, este de los zapatos irrompibles, que es considerado por diversos analistas como la capacidad de emprender un viaje al reino de la muerte. La asaúra del muerto, el cuento al que ya hemos aludido, se desarrolla en la frontera misma de los dos mundos, según venimos explicando. Aquí, la prohibición de ingerir las vísceras del difunto (en general de un patriarca o jefe, para heredar sus cualidades) representa el punto de inflexión de un culto a los muertos, cuya única finalidad, no interesada por parte de los vivos, es que descansen en paz. Esto es, el enterramiento completo del cadáver se erige en la mayor señal de respeto a la dignidad del ser humano. (No su combustión, dispersión o inhumación incompleta). En Egipto, en cambio, será eviscerado, para facilitar una presunta inmortalidad.
En Blancaflor, la hija del Diablo –a mi parecer, el cuento más hermoso de entre los de este clase- la protagonista vive con su padre, el Diablo otra vez, en el “Castillo de Irás y no Volverás”, cuyo solo nombre es bastante explícito; por cierto siempre es el que reciben los numerosos castillos encantados (12, Sobre el significado polisémico de encantamiento en los cuentos populares, véase en Los cuentos populares o la tentativa de un texto infinito, Universidad de Murcia, 1989, pp 161-164) de los cuentos populares. (Amén de hermoso, es muy significativo que en los cuentos de ese tipo no se menciona a la muerte, sino como ese castillo al que se va, sin posible retorno). Pero por encima de eso, está el hecho liberador de que los héroes o heroínas de estos cuentos sí regresan a este lado, tras liberar al otro de su encierro absoluto.
Probablemente todo el proceso fue más paulatino de lo que hemos acariciado con la idea un tanto culturalista de “revolución neolítica”. Sin duda se trató de un proceso gradual –quizás acelerado en determinados momentos- que añadía capas de sentido a las primeras formulaciones, como expresó Claude Bremond en cierta ocasión, a la que me referiré más adelante. En todo caso, lo que aquí importa es que la humanidad acabó teniendo una forma de vida radicalmente distinta a la anterior, la de cazadores-recolectores, y que eso comportaba una manera de pensar, también necesariamente distinta. Ni siquiera sabemos quiénes eran los que vivían aquí, pero no hay que descartar que vinieran con alguna oleada de nuevas migraciones, que ya sabían cultivar la tierra, empujadas por no se sabe qué –¿cataclismos naturales, cambios climáticos, guerras?…- como las procedentes de Oriente Próximo –tal vez desde la hoy martirizada Siria-, según algunas hipótesis sobre el particular. Desde luego, hubo mucho trasiego de gentes en esa larga etapa de consolidación de la agricultura –además de la cerámica y la elaboración de tejidos y de primeras metalurgias, más o menos casuales-, en esta parte del mundo, hasta que se fueron asentando las distintas poblaciones. Una forma intermedia de vida debió de ser la trashumancia (en Juan el Oso parece quedar un vestigio al comienzo del relato, aunque quizás sea de mayor relieve el hecho de que sea una mujer la que cuida del ganado, para otro tipo de consideraciones, por ejemplo, la preeminencia de la mujer, a través del pastoreo). Y si fueran habitantes autóctonos pre-indoeuropeos, íberos o tartésicos –hasta donde la autoctonía es un concepto admisible- el hecho es que tribus o clanes que se movían de un lado para otro se detuvieron precisamente aquí, en el entorno de la actual Antequera, se apoderaron del territorio y, en mi opinión, empezaron a mirar con nostalgia la etapa precedente, como algo a lo que no se debía regresar, pero tampoco olvidar. Otra de mis tesis favoritas es precisamente la de que hay un mensaje contradictorio, de esa naturaleza, inscrito en las claves del cuento maravilloso, a través de la imagen nuclear, y polisémica, que se da prácticamente en todos ellos, y que ya hemos venido señalando como el bosque. Entre las lecturas que he hecho para documentarme sobre estos sitios de Antequera, varias apuntan a que su entorno era entonces plenamente boscoso. Conviene también retener esta imagen, que difiere mucho de la que sugiere el paisaje actual. Entonces se veía alrededor una espesa arboleda de pinos, sabinas, alisos, avellanos, etcétera.
Volviendo una vez más al sorprendente cuento de Juan el Oso, hay que reseñar que estuvo muy extendido por una amplia zona del occidente europeo, (también América, por influencia colonial, aunque algunos autores han creído que pudo migrar antes, por el estrecho de Bering), hasta tal punto que Cervantes dio por hecho que los lectores del Quijote lo identificarían de inmediato, en el mencionado pasaje de la Cueva de Montesinos. Don Quijote, como Juan el Oso, cuando ata una soga a la cintura para que lo bajen a la profunda caverna, se lamenta: “Inadvertidos hemos andado, en no habernos proveído de algún esquilón pequeño” [una campanilla] (13, Quijote II, cap.22). Exactamente a como ocurre en nuestro cuento. Aparte de esa, no parece haber otra alusión escrita, anterior a las colecciones folclóricas del XIX y el XX. Es, por consiguiente, un relato de neta tradición oral. Las referencias orientales, por esta vez, son leves y discutibles. Por desgracia, hoy ya es muy difícil dar con él en nuestra cadena folclórica.
Pero todavía en Málaga –asómbrense un poco más todavía- en una búsqueda de tradiciones populares que impulsé en el año 2002, a través del Centro de Profesores, nos llegaron un par de versiones. (14, Se trata de un amplio repertorio de toda clase de géneros de tradición oral, reunido por profesores de diversas zonas de Málaga, siguiendo mis indicaciones. Inédito). En una de ellas, llamada “Juan de la Porra”, nuestro héroe ha de descender al fondo del pozo, matar a “un dragón de siete cabezas y a un toro”, y derribar tres puertas, hasta dar con la de la princesa. (Es frecuente en este cuento que haya tres princesas secuestradas). Lo contó un informante que entonces tenía 68 años, de Málaga capital. En la otra versión, la huella es más tenue: la heroína del relato, que aquí tiene nombre, Angelica, se atreve a entrar “en una parte del campo que nadie se atrevía, porque salía un bicho”. El “bicho” resulta ser un oso panda. “Angelica lo cogió, lo acarició y el panda y Angelica desaparecieron”. (Esta versión, claramente tardía, y deteriorada, la dio un campesino de Riogordo, que entonces tenía 76 años).
Ambas versiones refuerzan la evidencia de estar ante un relato extraordinariamente antiguo, en el que quedan claros vestigios de la contradictoria relación con el bosque, en la transición de la sociedad de cazadores a la de agricultores. No hay más que reparar en el oficio combinado de Arrancapinos y Allanamontes, y la frase de marras: “Esos malditos labradores me pagan una peseta al día”.
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