Madariaga, o la ilusión centrista


Cuando estalle la paz. Salvador de Madariaga.

Artículos (1935-1945) para periódicos de Manuel Chaves Nogales. (Prólogo de Javier Solana)

Edición de Mª Isabel Cintas Guillén.

Confluencias Editorial, 2020. 453 páginas.


MADARIAGA, O LA ILUSIÓN CENTRISTA

La filóloga Maribel Cintas, extremeña afincada en Sevilla, acaba de ofrecernos una nueva muestra de su solvente andadura, en favor de otro escritor injustamente preterido, Salvador de Madariaga, como ya hiciera con Manuel Chaves Nogales. En cierto modo, podría considerarse este nuevo trabajo un epílogo a su ingente tarea de rescate de la obra, inmensa y dispersa, del periodista sevillano. (NOTA: Véase Manuel Chaves Nogales, Obra periodística, Diputación de Sevilla, 2013, tomo III, entre otros. Es de justicia reconocer que es a esta investigadora a quien debemos la principal, y ejemplar, tarea de recuperación, ordenación y edición de la obra de Chaves Nogales, en todas sus vertientes).

 
También Chaves Nogales se situó enfrente de los extremismos atávicos de la política española de su tiempo (¿y de cuál no?), y de ahí su buena relación con Madariaga. Este aplicó a la acción periodística los criterios de su filosofía centrista -de la que ahora hablaremos-, con su enorme prestigio de profesor republicano en Oxford; embajador en Estados Unidos, en Francia, primer representante de España en la Sociedad de Naciones, dos veces ministro en el gabinete de Alejandro Lerroux (1934), anglófilo, europeísta convencido y, en suma, una de esas figuras proverbiales que la historia depara de vez en cuando –muy de vez en cuando- a la política española. Que fueran discutibles algunos de sus planteamientos, no quita para que debiéramos reconocer su extraordinaria valía, al menos como defensor de la República y, en sus últimos artículos, resuelto antifranquista, a cuyo caudillo llama despectivamente “El Führer de la Falange”, confiado en que las potencias aliadas acabarían por deshacerse también de aquel estrambote residual del fascismo que quedaba en esta esquina del mundo.  Vana ilusión, como fue también la de Machado –y de tantos otros republicanos del exilio-, que alertó en sus últimos momentos de la traición de las democracias occidentales, singularmente las de Inglaterra y Francia, al abandonar a los españoles al destino de una dictadura, tan prolongada como cruel. Seguramente fue lo último que esperaba Madariaga, por la parte de su amada Inglaterra. Pero así ocurrió.


El nuevo trabajo de Maribel Cintas se circunscribe a una edición anotada de los artículos que el filósofo y político de la Coruña publicó en el periódico Ahora, que dirigía Chaves Nogales, más los que escribió para la agencia que este último montó en Londres, la Atlantic Pacific Press Agency, deprisa y corriendo, una vez instalado en la increíble realidad de lo ocurrido. Chaves volvió a solicitar la colaboración de Madariaga, para gestionar lo que hoy se ve como una llamada de auxilio a las democracias de todo el mundo, con la decepción que les causaba el brusco giro de los acontecimientos, aquella guerra despiadada, que en realidad no creyeron posible -pese a sus muchas advertencias-, hasta que la tuvieron encima; ahora, desde Londres, con la confianza en la intervención aliada, que nunca llegó.  


De los últimos artículos –en total diecinueve-, posteriores a la guerra, solo existe constancia de publicación del primero, en El Nacional de México, el 27 de septiembre de 1943. Los otros parece no llegaron a editarse, a tenor de las quejas que su autor trasmitía al director de la Agencia -a Chaves-, que hizo cuanto pudo en momentos  sumamente complicados, incluso en la relación con la América hispana. (NOTA: La correspondencia entre Madariaga y Chaves, a este propósito, también ha sido atentamente examinada por Cintas en el “Archivo Salvador de Madariaga” del Instituto De Estudios Coruñeses José Cornide). Es decir, que son dieciocho (del total de setenta y dos que componen el libro) los que se pueden considerar inéditos, hasta hoy.


Ese artículo de Madariaga, que se nos antoja como el último mensaje de un náufrago de la verdad española, lanzado en una botella a la inmensidad de un océano convulso, lleva por título precisamente el que da nombre a este rescate del naufragio de España: Cuando estalle la paz. (NOTA: La edición incluye un significativo apéndice de cartas, reproducidas del original, además del prólogo de Javier Solana.
En este, el destacado político socialista, que era sobrino de Salvador de Madariaga, da cuenta de dos visitas que realizó a su tío en Oxford, y una tercera ya en España, tras la muerte de Franco. “Hablamos esencialmente sobre España, aunque, a decir verdad, la mayor parte del tiempo me limité a escuchar”, dice Solana, entre otras cosas interesantes, que revelan una profunda admiración hacia el eminente profesor, pese a situarse en posiciones políticas distintas (Madariaga polemizó mucho con los socialistas de su tiempo,  sobre todo con Indalecio Prieto), pero no distantes. Pudiera ahora imaginarse una forma de diálogo constructivo, entre un centrista de corazón y un socialdemócrata muy relevante, de la etapa más constructiva y pacífica que ha conocido este país. Valga al menos como ideación favorable, en tiempos otra vez difíciles para la concordia).


(También Chaves puso el mismo título a un par de artículos suyos). Madariaga subtitula: “Lo más urgente, aunque no lo más importante, es que no vuelva a haber una agresión alemana”. Dicho esto en plena campaña de bombardeos de la luftwaffe sobre Londres. Aun cuando ya hay elementos para pensar en la victoria de los aliados, imagina el filósofo, en una especie de distopía, un mundo en el que imperase el dictado del Tercer Reich, el italiano o el japonés, de sus respectivos fascismos; un ejercicio mental, que prefiere dar por imposible. Ahí acertó. Pero también pronosticaba lo difícil que, de todos modos, iba a ser gobernar la situación que quedaría tras la victoria de los aliados. Para ello, parte del análisis de un error gravísimo que, en su opinión -hoy ampliamente compartida-, supuso la imposición de una prolongada miseria a la Alemania vencida de la Primera Guerra Mundial; de modo que no se repitiera en la posguerra de la segunda, y así el fermento del odio no derivase en otro resurgimiento de una Alemania rearmada. Certera apreciación, que sería confirmada por los efectos del Plan Marshall, sin el cual ni Alemania, ni Francia, ni Holanda, etc.  hubieran podido levantar cabeza, y no se habría conjurado el peligro de otras derivas del nacionalismo radical, como hoy ya se advierten en las actuales Polonia y Hungría. (NOTA: Ya se advertirá que redacto estas líneas en plena pandemia de la covid19. En este extraño clima, se acaba de conocer la actitud de los Países Bajos, poco europeísta hacia el Sur de Europa,  y nada proclive a que en estos momentos pudiera producirse una especie de nuevo “Plan Marshall”, propuesto por el presidente Sánchez , para los países más azotados por la emergencia sanitaria. Parecen haber olvidado que tanto a ellos, como a la propia Alemania, aquella lluvia de millones de dólares les salvó de lo peor todavía, una horrible y larga miseria). Me permito estos excursos porque precisamente los artículos de Madariaga parecen remitir, paradójicamente, a la situación de ahora, como si esta contuviera reflejos de la de entonces. (La misma editora, Maribel Cintas, en un extenso y reflexivo prólogo, repara con cierto escalofrío en esta circunstancia). ¿Espejismos de la historia? Cuidado.


En la parte de los artículos que todavía pudo publicar en el periódico Ahora, en el Madrid agitado de 1935, ya con signos alarmantes de un desastre anunciado, la cuestión capital que se plantea es la del centro político que, según Madariaga, pudiera y debiera actuar de contrapeso, a un lado y a otro de los extremismos de derecha y de izquierda, en pro de la ecuanimidad que España necesitaba –¿y cuándo no?-. Sin duda, una loable intención, que solo tropezaba con un escollo insalvable –perdonen la ironía-: que ese centro político no existía, ni ha existido nunca en este desaforado país. Todavía hoy plantean algunos la necesidad  de una suerte de “Tercera España”, que tampoco ha dado señales de vida, más que en una cierta ética de la  necesidad,  quizás porque el planteamiento falla de base: en puridad dialéctica, el centro no existe. Puede apelarse a él, de manera más o menos retórica, pero casi siempre es un disfraz de oportunismo. La prueba está en la realidad misma: nunca ha comparecido en la política española un tal equilibrador, salvo quizás en el insólito consenso a tres, elaborado a trancas y barrancas entre gente cercana a la corona, Adolfo Suárez –acusado de traidor por sus propios correligionarios, y el partido comunista, dirigido por Santiago Carrillo, que también acabaría cuestionado por sus propios, en la arriesgada Transición a la democracia de los años setenta. Tampoco nunca un partido de izquierda se ha reclamado de ese signo central –aunque en la práctica lo haya parecido, caso de la fecunda etapa de los gobiernos de Felipe González, pues no se debe confundir el centro con una izquierda atemperada del PSOE, atemperada por las difíciles circunstancias-. Y sin embargo la derecha, de un modo u otro, casi siempre se pregona centrista, incluso en los momentos de mayor descaro, o entonces aún más. Incluso hoy, cuando se da la peculiar circunstancia de que un partido nuevo, que tenía a mano ser el regulador del sistema, salió despavorido de esa zona templada, para ir a engrosar el pelotón de la derecha inequívoca. Por qué ocurre esto, larga cuestión sería para otro momento.


El propio Madariaga se esfuerza en varias ocasiones por encontrar ejemplos adecuados de esa cordura de centro, y da por hecho que es Alejandro Lerroux el llamado a desempeñar ese papel histórico. Pronto se vería que no era así, y que el pretendido radicalismo de este político versátil, acabaría abonando la posición de un Gil Robles, cuya verdadera intención era la de desmontar la República desde dentro, y poniendo en puestos claves del ejército a generales como Franco, Mola o Varela.


  La cosa, pues, pintaba mal para aquel pretendido papel de intermediario. El mismo autor abandonará el recuento de partidos de esta hipotética naturaleza, y a todo lo más que llega es a mencionar algún nombre propio, como el de don Manuel Giménez Fernández, (NOTA: Todavía en los años sesenta, Jiménez Fernández ejercía en su cátedra de Derecho Canónico en la Universidad de Sevilla, donde cursaba Felipe González, y otros socialistas de la clandestinidad. Un dato a tener en cuenta para la posible modulación del pensamiento de González hacia posiciones políticas no marxistas ni radicales)  al que también apearon del Gobierno de la República, cuando los radicales de derecha desistieron por completo de una reforma agraria, como de cualquier intento de reforma religiosa; las dos bestias negras, por cierto,  de la derecha española, bien señaladas por el profesor de Oxford. La primera como un error de los conservadores, la segunda, como otro error –según él- de las izquierdas. (Por cierto, siempre señala a estas en plural, sin distinciones, como hubiera sido más deseable, ya que entre comunistas y anarquistas, por ejemplo, las diferencias eran abismales). En esto Madariaga siempre fue coherente con sus convicciones católicas, pero creía muy en serio que la dinámica anticlerical era un error político, que tendría consecuencias, y así fue. Toda la presunta “ideología” de los insurrectos se basó en la quema de iglesias y conventos.


Por otro lado, es muy interesante revisar cómo eran las convicciones republicanas de Madariaga, a lo largo de estas páginas, de gran valor, incluso hoy, pues algo iluminan el panorama actual, que vuelve a moverse hacia una derecha recalcitrante, la que no ha condenado taxativamente la Guerra Civil, ni mostrado la menor consideración hacia los miles de víctimas del fascismo que siguen enterradas en las cunetas.  Madariaga es taxativo en este punto del cainismo español, cuando, en aquel momento de oscuros presagios, 1935, todo el mundo parecía, más que pronosticar, desear una guerra civil. Espantado de esa posibilidad, advierte: “Toda la terrible, la espantosa sequedad de nuestra vida colectiva, muestra guerra civil ambiente e inmanente. Y a un pueblo que se muere de guerra civil le dais como remedio la guerra civil” (13 de marzo de 1935). Hasta ese momento es de señalar que Madariaga, como el propio Chaves Nogales, utiliza la idea de “guerra civil” más como una amenaza conceptual que otra cosa. Así, pocos días después, el 20 de marzo, cuando Manuel Azaña es atacado sin piedad por sus adversarios, escribe: “Cese la guerra civil (subrayado nuestro) que en su torno han desencadenado las pasiones partidistas.”  A partir de esas fechas, a poco más de un año del llamado Alzamiento, ya verían que las orejas del lobo no tenían nada de retóricas. En las puertas del golpe de estado, el 5 de julio de 1936, es contundente: “La revolución social es no solo inútil, sino perniciosa [pero], una reacción fascista sería deplorable.” (p 304).


De todo cuanto puede espigarse del pensamiento de Madariaga en estas proverbiales páginas, hay dos que campean por ellas con singular soltura.  Y son, una, que en España no hay una verdadera burguesía, y, dos -en consecuencia, diríamos-, que tampoco hay capitalismo, en el sentido técnico, liberal, de la palabra. “El caso es que la burguesía no existe en España. De modo que precisamente se ataca como una hierba maligna el preciadísimo retoño de burguesía que habría que cultivar con tanto cariño, para que hubiera en nuestro suelo una verdadera nación europea” (12 de julio de 1936, p 308). De siempre se ha sabido que esto era así, que en nuestro suelo lo que teníamos era un engrudo de caciquismo y nacionalcatolicismo, pero visto por un liberal europeísta, que vivía en el seno de una auténtica sociedad burguesa, la del Reino Unido, cobra especial relieve. Incluso la tan cacareada burguesía catalana se comportaba como el caciquismo andaluz, y por eso creció tanto el anarquismo en una región como en otra. Si a eso añadimos que en España había muy pocos comunistas, antes de la guerra, pese a la propaganda en contrario del franquismo durante la contienda, se concluye, tristemente, una consecuencia más propia del disparate de Don Quijote, a saber, que la lucha del pueblo español contra la burguesía capitalista, durante la República, tuvo mucho de combate desigual contra unos molinos de viento, sin que eso atenuara, en absoluto, la brutalidad del descalabro. Más bien lo acentuó.  Y que el yelmo, el escudo, la lanza y el jamelgo del ingenioso hidalgo, bien pudieron representar las pobres armas que anarquistas, socialistas, comunistas y republicanos de izquierda emplearon contra la formidable máquina de guerra de Hitler y Mussolini, hasta que llegó la ayuda de Stalin, tardía y, por cierto, bien cobrada. 


En algún momento, con motivo de la dimisión de Azaña, en 1933, y a propósito  de la campaña de descrédito con la que se ensañaba la derecha, en contra del Presidente del Consejo de Ministros,  Madariaga parece flaquear en algunas de sus convicciones más profundas: “La tremenda injusticia del cuerpo electoral español al condenar casi a un ostracismo parlamentario a este hombre ejemplar, no ha dejado de influir en la evolución que me ha alejado definitivamente del sufragio directo” (20 de marzo de 1935, p 107). (Madariaga, en ese mismo artículo, defiende también a Azaña con motivo del terrible suceso de Casas Viejas (1933), insidiosamente atribuido por la  propaganda reaccionaria al propio Presidente, atribuyéndole la orden de “tiros a la barriga” contra los anarquistas revolucionarios). De nuevo se nos vuelve inevitable relacionar todo este clima emponzoñado con lo que son hoy las campañas de descrédito contra políticos, y el daño irreparable que causan a menudo. Pero ya ven que no es cosa nueva.


Una tercera idea fundamental podríamos glosar todavía, entre las que exhibe Madariaga abiertamente: “La lucha política […] distrae la atención pública del verdadero mal de España, el cual no es otro que la falta de espíritu público. Porque este mal aflige por igual y con desoladora imparcialidad a izquierdas y derechas” (10 de mayo de 1935, p 147). (¿Qué diría hoy, en pleno debate sobre la importancia de la sanidad pública?) De nuevo intenta, ya ven, situarse en ese centro hipotético, más bien soñado. Aunque “El centro está pulverizado”, ha admitido poco antes, el 27 del mismo mes (p 115), si bien con la gallardía del derrotado, no del que descree de su fe. Su fe siempre fue la misma: República, liberal, centrista, y europeísta. Y de ahí no se movió un ápice. Muchos como él -o siquiera unos cuantos-, nos harían falta hoy para poner el fiel en el centro de la balanza más importante todas, la que mide a los hombres por su verdad.


Antonio Rodríguez Almodóvar
Correspondiente de la RAE en Andalucía.     



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Emitido el 19 de Noviembre de 2011 en la 2 de RTVE
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A. R. Almodóvar es el guionista de este documental emitido por TVE2 en el programa `Imprescindibles´ (18-03-2011)
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