DON BENITO (Pérez Galdós)


La reciente polémica sobre Galdós me ha pillado en plena relectura de Trafalgar, por algo que estoy escribiendo, que no tiene nada que ver con eso. (Sí con la conveniencia, según creo, de que el primero de los Episodios Nacionales debiera ser lectura obligatoria en todos los institutos de España, para que nuestros cadetes aprendieran, cuanto antes,  las diferencias sustanciales que hay entre patriotismo y patrioterismo, pueblo y plebe, verdad histórica y mentira de vencedores, rencorosos y oportunistas, entre otras cosillas. Otro día les cuento).

Un tanto sorprendido por los diferentes puntos de vista que se están volcando en la polémica, ayer muy de mañana me puse a escalar en mi biblioteca (cosas del confinamiento), hasta dar con dos tomos de la magna obra crítica que al escritor canario dedicó don José Fernández Montesinos, para mí quien mejor ha calado en la maestría de “Don Benito”, como se le conocía aún entre los muchos galdosianos de mis años mozos. Lo que sí me ha sorprendido es volver a ver esos volúmenes, acribillados por mí de subrayados y comentarios en los márgenes, allá por los primeros setenta, para mis clases en la Universidad de Sevilla y en el Colegio Universitario de Cádiz. (Aquí, por cierto, en sede próxima al barrio de la Viña y a la Caleta, territorio del pilluelo Gabriel Araceli, testigo imaginado por Galdós para la estrepitosa derrota de la armada franco-española, frente a la inglesa; esta vez al menos por causa de un almirante francés incompetente).

Veo yo ahora, en esa polémica,  residuos todavía de la vieja diatriba que suscitara la obra de Galdós, a raíz de una desafortunada opinión de Rubén Darío, que contagió a modernistas y nonventayochistas, en especies que hoy nos resultan incomprensibles, como hijas –prefiero pensar-,  de cierto elitismo  envidioso de la popularidad de “don Benito el garbancero”; sin apreciar cuánto honor correspondía a un escritor de esa talla, en esa época, capaz de haberse ocupado, como pocos,  de las desdichas y miserias del sufrido pueblo español,  de la olla de sus pucheros, con mucho más tocino que carne, víctima zarandeada en un país gobernado por caciques, clérigos y  militares, a menudo tan ineptos como engreídos. También me parece que se vuelve a convertir al hombre Galdós en el centro de atención que más mereciera su obra, por una fijación excesiva en la trayectoria vital,    el culto a la personalidad que instaló el Romanticismo, y ahí sigue.  (¡Qué habrá sido de aquella propuesta de Paul Valéry,  la de “una historia de la literatura sin autores”!)

Siguiendo a Montesinos, vuelvo a disfrutar, pura y simplemente, del análisis minucioso de una obra colosal, en significación y estilo,  una prosa que va derecha a la comprensión de cualquier lector, con riqueza léxica, giros coloquiales y sintaxis cuidadísima, que hoy, si bien miramos, podría considerarse la última del barroco y la primera de la modernidad. (No es chico mérito eso solo). El más hondo idioma, en suma, al servicio de una causa histórica trascendental; la de transmitir a las generaciones venideras un testimonio veraz de cómo fue que esta España nuestra, tan hermosa como inaudita, fue derivando, derivando,  en el siglo XIX, cual otra escuadra desarbolada, hacia sus propios desastres, y cómo, a pesar de unos dirigentes incompetentes y corruptos, el pueblo español siguió  creciendo en sentimiento y orgullo patrióticos, desde la raíz del dolor compartido. Una de las grandes paradojas, si no la mayor, de cuantas han jalonado la historia moderna de este país;  que ha sido el dolor en la derrota (partamos de “La Invencible” vencida, las cinco guerras carlistas, el sangriento “2 de mayo”, la tragedia de Trafalgar, la retirada desastrosa de Cuba, Annual, la Guerra Civil…), y no la gloria, lo que ha cimentado las bases de esta profunda nación dolorida. (“El anómalo cuerpo de España”, dice Montesinos, leyendo a Galdós). Y también socavada desde dentro, por quienes dicen que no compartieron esa trayectoria trágica. Otra cosa es que quieran salirse, pero tendrán que hacerlo negando la verdad histórica, como ya hacen nacionalistas y otros gremios disidentes de la verdad.  Con esa en la mano, con Galdós (lean Cádiz, pero lean también Gerona) no es posible  que haya habido más que una nación, al menos desde el punto de vista del sufrido pueblo, que es lo que debiera importar.  El que regó con su sangre los campos de batalla y las cubiertas de los barcos. El que fue empujado a guerras fratricidas, por los intereses de unos cuantos caciques, fanáticos  y trabucaires,  hasta que, por ejemplo, los obreros catalanes -no los burgueses- se negaron a ir a Marruecos, en 1909, y hasta que los republicanos y la izquierda dijeron “¡basta!” en 1931. Para su desgracia, otra vez.

A algunos no les gusta esa prosa de Galdós, traspasada de realidades dolorosas, qué se le va a hacer. Otros investigan en las vicisitudes biográficas del canarión, a ver si… a ver si sacan petróleo, digo yo. Lástima que haya cundido tan poco en nuestros lares académicos lo que creo ya es común denominador de las actuales tendencias de la crítica literaria (por lo menos desde los formalistas rusos, y luego con Roland Barthes): la constatación de que la dualidad irreductible entre hombre y autor no da para seguir intentando, a fortiori,  que cuadren vida y obra; a veces sí, a  veces -las más-, no. Ni falta que hace.  A mí me importa muy poco si Galdós era mujeriego, como sí que fue el primer escritor protofeminista (Tormento, La desheredada, Marianela…); si  era rico por su casa –que no lo era, murió entrampado hasta las cejas-, o si su punto de vista narrativo era más o menos acorde con la realidad, porque inventó unos improbables testigos de hechos lejanos, en primera persona. Claro, lo hizo precisamente para que no estorbara a la narración su propio ego. Lo que no hizo fue subirse a un pedestal social con su muy trabajado lenguaje, sino como hacen los escritores humildemente conscientes de su propia grandeza: como mediador entre la lengua y sus hablantes, entre la historia de una nación desangrada y su anónimo sufridor, el pueblo llano, que, por cierto, admiraba a don Benito sin reservas.  No así la derecha ultramontana, que maquinó mezquinamente para que no le concedieran el premio Nobel, y lo consiguió.  En cuanto a la política, desde luego que se ocupó don Benito de la de su tiempo (como liberal republicano que era, próximo al socialismo unas veces, al radicalismo y al espiritualismo otras), como atento observador. Y porque vivió y sufrió en carne propia la política fue por lo que dejó escrita,  en el último de sus Episodios, Cánovas (1912), esta todavía escalofriante sentencia: “Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el poder, son dos manadas de hombres, que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve, no mejoran en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza pobrísima y analfabeta […] y llevarán a España a un estado de consunción que de fijo ha de acabar en muerte”.  Ahí lo tienen. La única suerte que tuvo Pérez Galdós fue la de no vivir cuando se produjo el reventón final de la cloaca, la Guerra Civil del 36, provocada por los mismos de siempre. Y  pena para nosotros es que  no asistiera al milagro de la Transición, seguramente la catarsis de todo aquel drama, que ahora –los mismos de siempre- también quieren invalidar o arrebatarnos. Espero que no lo consigan, y esa es nuestra tarea.

Antonio Rodríguez Almodóvar.
Sevilla, 23 de abril, Día del Libro, en cuarentena.





Videoteca
Entrevista en el programa `Saca la lengua´
Emitido el 19 de Noviembre de 2011 en la 2 de RTVE
Una breve visión de la biblioteca
El programa `El público lee´ de Canal Sur TV entrevista a A. R. Almodóvar a propósito de su biblioteca (25-09-2011)
La memoria de los cuentos
A. R. Almodóvar es el guionista de este documental emitido por TVE2 en el programa `Imprescindibles´ (18-03-2011)
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