Acerquémonos ahora a los descubrimientos recientes de aquella nueva escuela, llamada por sus mismos seguidores “filogenética del cuento.” No se asusten, aunque reconozco que yo todavía sigo dándole vueltas al asunto. Con las debidas precauciones acerca de la metodología empleada -que no deja encubrir una cierta metáfora científica-, con métodos matemáticos y estadísticos utilizados en el estudio de la transmisión de los genes, aquí aplicados a la transmisión de los cuentos tradicionales, hay que admitir que obtiene resultados sorprendentes. Tal vez se deba al manejo computacional de una enorme masa de datos, cosa que a mano sería prácticamente imposible. Los dos autores del mencionado estudio han tratado con ordenador un gran volumen de rasgos de cuentos de todo el mundo, y de muy diversas fuentes, de poblaciones dispersas por la extensa área de la cultura indoeuropea –ellos la llaman así-, y concluyen que algunos cuentos tradicionales se remontan a la Edad del Bronce. Otros estudios, de esa misma escuela, realizados por investigadores de universidades e instituciones nada sospechosas, como Michael Witzel (Harvard), Jamie Tehrani (ya citado, Durham), Simon Greenhill (Universidad Nacional Australiana), Isabelle Duperret (Berna) o Guillaume Lacointre (Museo Nacional de Historia Natural de Francia), inciden en la misma idea e incluso nos conducen todavía más atrás: a la Edad del Cobre y, aún más, ¡al Paleolítico! (15, Puede consultarse un interesante artículo de divulgación científica en “Sicience et Vie”, número 1.194 marzo de 2017).Teniendo en cuenta que la metalurgia del cobre ya se conoce en Oriente Próximo a finales del cuarto milenio a. C, y que algunas oleadas de agricultores de esa parte del mundo pudieron llegar por entonces a estas latitudes, podemos deducir que, con las técnicas agrícolas, traían un cierto volumen de relatos orales, como ha ocurrido en todas las migraciones campesinas. Ya les adelanté mi idea de una masa crítica de cuentos en movimiento, que no quiere decir que sean privativos del Neolítico Avanzado, ni de la parte del mundo que cubrió la extinta cultura indoeuropea, sino que es por entonces cuando van de un lado para otro, con las intensas corrientes migratorias. No es nada raro. Volvería a suceder en tiempos históricos, con los cuentos hispánicos de tradición oral, que se difundieron por toda América del Sur y América Central, con los colonos de Extremadura, de Asturias, de Andalucía... Así que no parece descabellado pensar que algunos de esos relatos bien pudieron circular en el entorno de Menga, el más antiguo de los tres monumentos antequeranos (3.750-3.650 a. C.); desde luego se daban las condiciones necesarias para que, por lo menos, echaran raíces aquí. Y que se fueran desarrollando y adquiriendo nuevas formas, como, por ejemplo, hacer de hierro el garrote de Juan el Oso, cuando el hierro es muy posterior a esa etapa. Pero debo insistir: el origen no es lo determinante, sino el estudio del sentido, que, curiosamente, es a lo que menos atención suelen prestar los comparatistas clásicos, e incluso estos nuevos, que más parecen fascinados por la aplicación de su método.
Pues bien, en esos recientes estudios aparece como uno de los cuentos más antiguos “El herrero y el demonio”, dos personajes que figuran, como ya han visto –o han oído-, en Juan el Oso. De hecho, ambos son centrales en el desarrollo del relato, pues el primero da forma a la aportación comunal del metal que ha de entregarse al héroe, y el segundo es el dueño del inframundo, o reino de la muerte. En España, aquel otro relato suele denominarse “El peral de la tía Miseria”, (16, Cuentos al amor de la lumbre, núm. 60) y es uno de los primeros que marcan el conflicto de la muerte en el pensamiento del homo sapiens y –esto es lo más interesante- sin trazas de divinidad, como no sea el Diablo mismo. Solo versiones tardías aparecen contaminadas de cristianismo. (Cosa que sucederá con otros muchos fenómenos de cultura popular, indebidamente apropiados por las religiones históricas). Sucede también que, en el mencionado estudio, aparece “Juan el fuerte”, otro de los cuentos más antiguos, que viene a ser una variante de Juan el Oso -en el grupo de héroes populares forzudos, donde figura también Juan y medio-, (17, Ib. Núm. 67) perteneciente al subgrupo denominado por la nueva escuela “Proto-germano-italo-celta”, es decir, no necesariamente oriental. Para los estructuralistas –que de un modo u otro nos seguimos debiendo al Mayo del 68--, esas vicisitudes geográfico-históricas no son lo más relevante, sino la búsqueda del significado oculto, que en estos avatares suele ser, además, un significado transgresor. Los seguidores de Propp y de Lévy-Strauss perseguimos el rastro de sentido que hay en una estructura cambiante, aunque no nos estorban los resultados de esa nueva, y bien curiosa, modalidad de estudios. Con ayuda de otras disciplinas, como la neurociencia, o la psico-pedagogía, a lo más que llegamos –perdón por expresarme de este modo- es a pensar que algo innato hay en la mente humana que produce patrones de función y forma equivalentes, en cualquier parte del mundo, a la manera en que la naturaleza crea órganos diferenciados cuando aquí y allá una nueva función precisa adaptarlos. (Una curiosidad: esta idea ya lo contempló Goethe, que es frecuentemente citado por Vladimir Propp en su trabajo sobre los cuentos maravillosos). De los vericuetos histórico-geográficos, el mismo Propp acaba concluyendo que esa escuela de estudios “demuestra que los cuentos parecidos se parecen, lo cual no lleva a ninguna parte”. (18, V. Propp, Morfología del cuento (Madrid, 197), p 28.Sobre la todavía difícil introducción de la obra de V. Propp en España, puede consultarse mi explicacipon en el artículo citado en nota 8. Brevemente expuesto, tanto en España cono en Norteamérica y otros países occidentales, la publicación de los estudios del investigador ruso en la antigua URSS dificultó notablemente su aceptación, por motivos estrictamente ideológicos, no científicos). Bueno, tal vez en esto mi mentor principal se excediera un tanto.