El cerebro. Los arquetipos

  Volvamos al cerebro. Ahora les parecerá que doy un giro excesivo en la argumentación. No se inquieten. Es el momento de la psicopedagogía, o de la psicología cognitiva. Por muy poca relación que haya entre la infancia del individuo y la infancia de la humanidad,  algo tienen en común, que nos interesa ver de cerca.  Llamo  la atención  sobre dos fenómenos del comportamiento de nuestros niños, en materia lingüística: uno, cómo se aferran a la forma en un cuento que ya se les haya contado,  exigiendo que se les vuelva a contar de la misma manera, una y otra vez, y corrigiendo nuestras propias equivocaciones.  Dos, la sorpresa que les causa que algunas palabras, justo en el momento en que ellos se están soltando en el uso del lenguaje no sigan el paradigma; por ejemplo, quepo en lugar de cabo, roto, en vez de rompido. Esto les produce una extraña desazón. Pues bien, la razón subyacente a ambas actitudes es que la mente infantil está dotada para captar el paradigma, el sistema abstracto, antes que el discurso,  la cadena verbal.  En ese estado primerizo, confunde la secuencia lineal con la gramática. Piaget incluso defendía que los niños aprenden a pensar un poco antes que a hablar, curiosa observación. Algo de lo que yo mismo tengo algún barrunto. (27, Los interesados pueden consular mi autobiografía, Memorias del miedo y el pan (Alianza Ed. Madrid, 2018). Sin duda los niños protestan porque esos cambios, a los que los forzamos, chocan con la construcción misma de su mente, el andamiaje del intelecto. (En leguaje de Machado, las entendederas). ¿Y a dónde nos lleva todo eso? Fijémonos antes en que, con la repetición del cuento, viene también el desarrollo de la memoria, y el de la imaginación, claro. (No dejemos fuera a la loca de la casa). Sin olvidar que, en la relación con la persona que cuenta el cuento, se genera un afecto imborrable. Las tres funciones básicas de la mente (inteligencia cognitiva, memoria, imaginación), han de coordinarse y potenciarse entre sí,  a través del relato. Cuantas más veces, mejor. (Cuanto más se apoyen unas piedras en otras, si se me permite, mejor también). Es la conjunción misma de las tres cualidades lo que representa el cambio cualitativo que, como en todos los órdenes, será más que la suma. Surge entonces, creo, la aparición del símbolo, como chispa que saltara, inesperadamente, en apoyo de la  tarea de comprender. Por ello  la comprensión irá ya siempre de la mano de una historia. Ya siempre nos preguntaremos qué significa tal película, tal serie de televisión, aquella novela… ¿No se han preguntado cuántas miles, millones de historias habrá elaborado la humanidad, desde que el mundo es mundo?  ¿Por qué? A ese proceso se le llama también “imaginación constructiva”, algo que, por cierto, reclaman para sí arquitectos, biólogos, astrónomos, además de los narradores….  En términos algo más filosóficos y literarios, es la intuición creadora, que parece pegada a la función simbólica, y que nos acompañará toda la vida, sobreentendiendo, interpretando lo que hay detrás de cada discurso narrativo, cualquiera que este sea. Se nos cuenta un cuento maravilloso, pongamos ahora Blancaflor, la hija del Diablo, que nos conmueve, e incluso  nos deslumbra; contemplamos el Dolmen de Menga, con la respiración contenida. Pero sobre todo queremos saber qué demonios significan.

El niño -y el no tan niño-, se dejará seducir por El Gallo Kirico, y luego se preguntará por qué este tipo presuntuoso no consigue llegar a las bodas del Tío Perico. Por qué su oponente, El medio Pollito, sí que llega al palacio del rey, y recupera su medio real. Hay, por cierto, muchos cuentos populares que se articulan en forma binaria,  cuyo sentido descansa en esa precisa condición dual. Ya hemos visto que hay –o había- cuentos de La princesa encantada, y cuentos de El príncipe encantado. Otra cosa es que los primeros complacieran más a la cultura hegemónica, que diría Gramsci. (Por cierto, Gramsci también se ocupó atentamente del folclore). En resumidas cuentas, lo que sucede es que  el andamiaje simbólico nos proyecta más allá de las palabras,  y más allá de las piedras. 

Tal vez se estén ustedes preguntando si esa función simbólica no se plasmará en algo un poco más formal, más definido, algo que realmente permita pasar de lo abstracto a lo concreto. Pues creo que sí lo hay. Yo lo llamo el arquetipo, que ya anuncié al comienzo. Recuerdo que, en el caso de los relatos orales, es la estructura común a todas las versiones conocidas de un mismo cuento, y en especial si es un cuento maravilloso, que posee una sólida estructura formal, aunque oculta, la descubierta por Vladimir Propp, (la Morfología del cuento, 1028; un libro proverbial, tan proverbial y revolucionario que todavía no ha llegado a muchas universidades españolas, y siguen marginándolo en las escuelas  histórico-geográficas). (28, La obra de Vladimir Propp está integrada, fundamentalmente, por tres libros; el ya citado Morfología del cuento, Las raíces históricas del cuento y Edipo a la luz del folclore (Madrid, 1974 y 10980, respectivamente, en traducciones al castellano). El  formalista ruso imprimió un auténtico giro copernicano al estudio de esa clase especial de narraciones, no solo las rusas, sino las de cualquier otro lugar; también vale, por tanto,  para los cuentos maravillosos españoles. (Les voy a confesar un secreto: la primera vez que me puse a aplicar esa estructura a Juan el Oso, me temblaban las piernas. Pero la prueba salió bien). (29, El resultado de esa aplicación también está publicado en Los cuentos populares o la tentativa de un texto infinito (ya citado), y posteriormente en El texto infinito (Fundación GSR, Madrid, 2004), una especie de libro resumen de mis teorías). Si comparamos las múltiples versiones de un cuento, veremos que ninguna de ellas satisface las 31 funciones (pasos narrativos) que definió V. Propp, porque se trata de un paradigma. Es como si contemplamos todas las personas de un tiempo verbal, aplicables a las frases, o el menú de un restaurante, con todos sus platos. Imposible elegirlos todos.  O querer usar el masculino y el femenino en un mismo sintagma (cosa que, por una extravagante pretensión de hoy, se prodiga más de la cuenta). Pero las funciones que presenta un cuento siguen  el orden fijado por la estructura. (Y en el restaurante nos comportamos de similar manera). De la comparación de las distintas versiones con la estructuración de Propp, se puede derivar el arquetipo de un cuento, que, según mi aplicación, en la práctica es la forma completa y más común de una historia, en algún momento conocido, en el que tuvo gran difusión. En toda Europa, ese crítico momento se suele situar en los comienzos del siglo XIX, justo cuando esa rica tradición empieza a declinar, por efectos de la era industrial, y por ello saltan las alarmas en muchos folcloristas,  no solo en los Hermanos Grimm.  (Pero no olviden que Juan el Oso era un relato muy conocido ya en tiempos de Cervantes). La cuestión es bastante más compleja, y la describo con detalle en otros lugares, a los que ya he aludido).

No se debe confundir arquetipo, con prototipo, como hacen ciertos seguidores de la otra escuela, que continúan  creyendo que hubo una forma original de cada cuento -¿y, por ende, perfecta?-, mejor si venía con algo así como un certificado de garantía oriental. (Ahí seguimos siendo deudores del Romanticismo y del Modernismo). En vez de pensar, a la manera semiótica, que el cuento también evoluciona y se desarrolla, sin abandonar su estructura, o gracias a ella, hasta trocar, por ejemplo,  una maza de piedra en una maza hierro, como pudo suceder en Juan el Oso, o los instrumentos de la economía del trueque en monedas históricas. (Cualquier día veremos a Cenicienta manejando el euro, si no ha ocurrido ya. Algunos, todavía más osados, cambiaron el hada madrina por la Virgen María). Esos cambios superficiales fueron posibles porque tenían un apoyo estructural, que los buenos narradores orales conocían, aunque no fueran conscientes de ella, como no hay que saber gramática para hablar bien. Así en el cuento,  que alcanzó  un grado máximo de complejidad, y a continuación empezó a deteriorarse, cuando la presión de la sociedad industrial los fue arrinconando.

Tampoco se debe confundir arquetipo con  estereotipo. Este último suele ser la forma consolidada de una adaptación ideológica tardía, que esa sí es una manera inaceptable de evolución, aunque, desgraciadamente, es la que ha hecho mayor fortuna, con la ayuda de la factoría Disney, entre otras. Formas que  no dejan de estar dictadas por la ideología del poder, por la cultura hegemónica. El arquetipo, en cambio, posee una cualidad peculiar, la de ser abstracto y concreto a la vez, paradigma y sintagma, lengua y habla. (Lévy-Strauss defendía que esa doble condición es propia de los repertorios de cultura tradicional). Puede considerarse también como matriz generativa, o de estructura profunda, al modo en que Chomsky concibe la lengua. Por eso se habla de “la gramática del cuento”, como de aquello que todos los hablantes conocen y aprenden desde niños, aunque la mayoría, en el caso de la lengua,  no sepa objetivar la conjugación verbal, o distinguir entre fonema y sonido, ni falta que hace.   

            En cuanto a los monumentos megalíticos, la analogía con el cuento maravilloso creo que podemos fundamentarla, además, en una observación que hacen varios de sus estudiosos: pese a una apariencia fuertemente homogénea,  no hay ninguno igual a otro. Es decir, los patrones se repiten, pero generan variantes, de un modo tal que podría parecer inevitable. Pero es de la misma abstracción conceptual de donde procede la variación, no a la inversa. En mi concepto, eso es también arquetipo, pues  hace a todos las construcciones de una misma clase (dolmen, menhir, cromlech…, también las catedrales, y las mezquitas) inmediatamente reconocibles por los destinatarios de su tiempo,  o instalarse en  el conocimiento, más bien  el asombro, de los venideros. (A veces, la razón que podría derivarse de la observación ha sido sustituida por la libre especulación. Ya en nuestra época, la simbología de las catedrales ha producido no sé cuántos artificios literarios, la mayoría de los cuales tienen poco que ver con lo real, y no hacen sino estorbar a la mirada científica).  

Ahora ya vemos con mayor claridad en qué consistía aquella paradoja del principio. Que lo que proporciona mayor solidez al cuento y al megalito es lo más abstracto en cada uno de ellos: la estructura formal. No se ve en el primero, y nos deslumbra en el segundo, pero ambos están en la base de la formación del pensamiento simbólico, necesario para el despliegue de sus respectivas tareas,  y para todas las que vendrán después, en las que el arte se erige en representación, esto es, en decir mucho más de lo que expresa, incluida la plástica. Se tiende a creer, por cierto,  que el esquematismo geométrico de las representaciones del Neolítico es una regresión  con respecto a las pinturas rupestres, muy anteriores en la misma Península Ibérica, dotadas de gran realismo;  pero no es así, o por lo menos no lo piensan de esa manera autores de  prestigio, como V. Gordon Childe: “[Las representaciones neolíticas] no intentan reproducir el detalle de los objetos como se ven, sino más bien sugerir el objeto por medio de un simbolismo abreviado […] intelectualmente puede indicar un avance: un nuevo poder para concebir y expresar una idea abstracta y general […] Puede ser la contraparte visual de formas más abstractas de simbolismo lingüístico y, por lo tanto, de un razonamiento más comprensivo”. (30, En Hombre, cultura y sociedad (compilación de Harry L. Shapiro). FCE, México, 1975, pp 126-27). Según esto, ya no era un pensamiento mágico, como el del arte de Altamira, sino un pensamiento empezando a ser racional, acaso el primero de la humanidad.

No debería extrañarnos esta evolución de lo realista hacia lo esquemático, pues no otra cosa ha sucedido en nuestros días, con la aparición del arte abstracto, después de siglos de naturalismo. Ni se ha de creer que el arte hierático y conceptual de la Edad Media era debido a falta de destreza de sus autores. El que no se utilizara la sensualidad de las formas, el verismo o la perspectiva, hasta el Renacimiento, cabe atribuirlo más bien a una voluntad distinta de representación: la de propagar conceptos religiosos y de poder, combinados. El realismo extremo, el barroco, fue debido a lo contrario: a, una vez impuesto  el simbolismo cristiano, saturar la mente, llenando todos los espacios de la imaginación, para evitar desvíos doctrinales.     

    En cuanto a  contenidos comparables, ya hemos visto algunos. También nos hemos referido al tránsito hacia la crítica que produce todo el sistema del cuento maravilloso, por sí mismo, sin necesidad de actores externos, que también los hubo: la censura, la repugnancia pequeño-burguesa por lo escatológico, las religiones, ahora “lo políticamente correcto”… Posiblemente esa autocrítica fue lo que facilitó su caída.  Alguien dirá que, en realidad, no queda nada que interpretar de la cultura megalítica, más allá de su mera función de enterramientos. Y no le faltará razón, pues se extinguió, dejando pocos  rastros de otros sentidos, como los que aquí buscamos,  de su concepción del mundo, entre otras. La humanidad habría ensayado entonces un modo de hacer y de pensar que no dejó más que un reguero de piedras hermosamente mudas.

De estética, por otra parte, apenas hemos hablado, pero muy insensibles tendrían que ser aquellos inteligentes ingenieros para no admirarse de la perfección de sus propia obra, las galerías de enormes piedras perfectamente rectas, las bóvedas, perfectamente proporcionadas –sobre todo en el tholos de El Romeral-,  las hiladas de lajas  milimétricamente convergentes. Eso sí es todavía perceptible. Pero de lo que fue una forma de humanidad distinta quizás no queden más que unos curiosos reflejos en los cuentos más arcaicos. Y, entre ellos, con un voto inesperadamente optimista por el futuro de la humanidad, representado por el terco final feliz de todos esos cuentos.  Tan contumaz,  que acaso lo que esconde sea un amargo temor a que pueda no ser así, si bien a la comunidad reunida junto al fuego –y allí los niños- más valía hacérselo creer.      

Hablando de  niños: en paralelo al cuento es como se forma la gramática, o la competencia lingüística, si lo prefieren, esto es, la forma abstracta de una lengua.  Parecería, incluso, que cuanto más absurdo o fantástico sea lo que se cuenta en un relato,  mejor para una mente en formación, pues eso incrementa la curiosidad por el sentido;  el niño aceptará como cosa natural que los animales hablen o que Blancaflor arroje un abanico por la cola del caballo,  hasta formar un vendaval contra la ira de su padre, el Diablo. Es muy probable que  se trate de una  necesidad estructurante, que se ha ido desarrollando a lo largo de una larguísima adaptación evolutiva del cerebro a las ficciones, actualmente en convergencia con el aprendizaje de la lectura y la escritura, dos habilidades que –no lo olvidemos- no están entre las capacidades innatas del laberinto neuronal. La humanidad también debió darse cuenta, muy pronto, de que algo había que interesaba sobremanera del mundo imaginario de los cuentos, a los niños, como también a los adultos que participaban en el rito común de escuchar historias. No podía imaginar ese alguien el  riesgo de deconstrucción, en cuanto algún desaprensivo futuro viniese a alterar su composición, aprovechando que el sentido original se perdió,  o que ya no somos capaces de captarlo -tendríamos que volver a ser  niños-. (También muchos megalitos se convirtieron en apriscos o almacenes).  E incluso forzarlo a ser “políticamente correcto”, con los elementales criterios de hoy en día.  Es lo malo que tiene una estructura tan sólida: que por sus entresijos se puede colar cualquier ideología, a manera de una asfixiante trepadora,  que incluso tenderá a romperla. Es lo que sucede, lamentablemente, con la intromisión de algunas nuevas doctrinas en la llamada “literatura infantil”.

En resumidas cuentas –ahora viene lo más difícil-, que en modo similar a como nos interrogamos por el sentido oculto de los cuentos maravillosos,  podemos hacerlo con respecto a las construcciones megalíticas, ambas expresiones dotadas de tan extraordinaria solidez como igualmente enigmáticas. Unos y otras harán todavía preguntarse a las generaciones siguientes a la nuestra qué es lo que realmente ocultan. La mente infantil necesitará de muchos y en apariencia disparatados cuentos para ser bien formada, o de muchos libros para ser bien leída. La misma desnudez de Menga, de Viera o de El Romeral, que ahora parecen puros conceptos, invitan a pensar en algo que está más allá de lo evidente, más allá de las palabras y de las piedras, y que acaso, en esta hora confusa de la humanidad, no estaría de más saber qué fue.  O, por lo menos, que nos dejemos seducir por la fascinación que nos producen, tanto los cuentos perdidos de la memoria colectiva, como esas grandes y ordenadas construcciones, semejando preguntas sin respuestas. Y que esa misma atracción nos ayude a seguir pensando en qué demonios nos equivocamos después.        

Muchas gracias.    

 

Antequera, viernes 23 de junio de 2017.

 

(Nota final. Debido a la extensión del texto, su exposición oral fue mucho más reducida).

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Emitido el 19 de Noviembre de 2011 en la 2 de RTVE
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