26 de abril de 1937. Una gran nube de polvo cubre el cielo de Guernica y desaparecen los colores en mi vida. Niños lloran bajo un desordenado puzzle de masacre, madres corren desesperadas hacia ningún lugar. Todo se descompone... Mis ojos se dislocan, casi no puedo moverme. Los aviones nos sobrevuelan una y otra vez. A lo lejos, en París, alguien pinta y me congela. Yo estaba destinado a representar el genio taurino de una nación libre, de una trabajosa república. Pero todo se torció. Las bombas alemanas, el odio de los ricos y de unos generales miserables contra el pueblo, alteraron mi designio para siempre.
Sólo unas cuantas horas de la noche puedo descansar. Hoy ya han
encendido las luces del museo y mis ojos despiertan. Oigo la bulliciosa
llegada de unos escolares, guiados por sus profesores. Una mañana más me
preparo para ser observado, e intento distraerme con sus miradas de
incomprensión, de radical asombro. Pero lo que de verdad bulle en mi
mente es la rabia de aquel pintor, la locura que se adueñó de su paleta,
pariéndome a trazos, rodeándome de amargura, y mi cabeza descompuesta
para siempre. Un ojo me puso en la frente, como a Polifemo, y otro en
una oreja, para que me acostumbrara a no ver las cosas como parecen,
sino como son.
Sin que nadie se percate, un pequeño japonés saca
una cámara minúscula y me hace una foto, que podrá enseñar a su jefe y
sonreír, sin saber que me me ha robado con su destello un trozo de la
oscuridad que soy, que necesito, como también lo han hecho las
carpetas, los juegos de café y las camisetas que venden en la tienda del
museo, para que la gente las compre y pasee mi dolor por las calles.
Tampoco puedo evitarlo.
A la hora de comer, cambia el turno de
los guardas de seguridad, y ese gordo de traje azul se sienta en una
silla de patas frágiles y me mira detenidamente. La gente pasa, unos me
observan durante una hora y otros apenas un segundo. Pero él me mira una
y otra vez, como acechándome, casi adivinando mis ganas de escapar.
Porque
una mañana vendrá y el toro no estará aquí y habrá dejado un espacio en
blanco que nadie podrá recuperar, porque el genio estará muerto, porque
el gordo dormirá. Me descolgaré y volverá el color a mi vida. ¡Cuánto
lo deseo!
Por ahora, una niña con trenzas y gafas me observa
desde una esquina, mira los dibujos de la otra sala y vuelve corriendo.
Durante un rato permanece frente al cuadro con la cabeza agachada...
¿Piensa en los niños muertos o en un helado de fresa? Me mira y sonríe.
Tal vez algún día me recuerde y me pinte con los ojos en su sitio, y ya
nunca comprenderá lo que aquí pasó.
Otra vez el museo se va
quedando vacío. Oigo las luces apagándose, el rumor de las limpiadoras,
felices, ajenas a todo lo que les rodea. Vuelve la oscuridad y me
exhorto hacia el merecido descanso. Me voy quedando dormido una noche
más, para soñar de nuevo con el sol y con el verde esplendor en la
hierba mojada. Y sin embargo tengo miedo, un escalofrío me recorre el
lomo, mientras una gran nube de polvo cubre el cielo de Guernica. Mañana
es 26 de abril de 2011.
Antonio Rodríguez Almodóvar