No pasaron ni dos semanas, tras las elecciones del 20 de diciembre de 2015, cuando ya todos los partidos más o menos progresistas se pusieron de acuerdo en lo esencial: facilitarle a la derecha la manera de redimir sus muchos pecados: una buena temporada en la oposición. En torno a Pedro Sánchez –sencillamente, porque fue el más votado de entre los candidatos de las formaciones contrarias al PP- se formó un gobierno de amplio espectro: gente de izquierdas, de centro izquierda, de centro y hasta de centro derecha alguno. Eso sí, comprometidos todos con la verdad, probada veteranía de bien y esforzados méritos profesionales. A Pablo M. Iglesias se le fue diluyendo un intempestivo deseo de controlar los aparatos secretos del Estado, la televisión del Estado, la judicatura del Estado. De esto último se arrepintió pronto, vista la tremolina que formaron los de la toga. De ciertas fantasías venezolanas pareció que también se olvidaba, al tiempo de descubrir que era un socialdemócrata de toda la vida. Buen chico, después de todo, pensaron algunos.
Alberto Garzón dejó en suspenso un acuerdo con Podemos, que hubiera supuesto la repetición de elecciones, por lo menos hasta finales de junio. Tiempo precioso que se necesitaba para ir tomando decisiones de emergencia, además de no poner en riesgo una larga historia de sufrimientos, la del PCE. Buen chico parecía ese Alberto, también. Cierto cronista escribió por esas fechas que, en aquel eventual acuerdo , Podemos ponía la ola e Izquierda Unida los peces. Pero aquella misma, inútil dilación, habría propiciado cosas peores, como que un tal Otegi se paseara por ciertos parlamentos -de la mano de dos buenos chicos-, sin haber condenado a ETA, atribuyéndose méritos de paz que no tenía y causando un lancinante dolor a las víctimas del terrorismo.
El escollo mayor, sin embargo, estuvo en lo de siempre: los testarudos independentistas catalanes. Tras arduas negociaciones, el eterno asunto quedó aplazado sine die. Con soterramiento y tácitas complicidades, la idea federal se fue abriendo paso, en paralelo con la reforma de la Constitución, de la Ley Electoral y del sistema por el que se eligen –es un decir- los jueces de los órganos y tribunales superiores. Tres asuntos de calado, que el gabinete de Sánchez puso a caminar en enero mismo de 2016, junto con la contrarreforma laboral, el desenredo educativo, la renta básica, la ley antidesahucios, la igualdad salarial entre hombres y mujeres, etcétera. En voz baja, se decía que lo que de verdad influyó para que el tormento catalán quedase aparcado fue que no se avizoraba por fuera quien avalase la pregonada desconexión. En las cancillerías de medio mundo había causado estupor que todo dependiera de unos acreditados antisistemas, así como el argumento principal de los que querían irse: que España les robaba. De ser cierto, ¿no sería asunto más propio de tribunales, europeos tal vez? Tampoco hay que desdeñar un nuevo argumento, surgido al evacuar consultas a una comisión internacional de prestigiosos ENIF (Economistas No Implicados en Fantasmagorías): Cataluña tendría que compensar al resto de España por dos o tres siglos de productos catalanes a precios protegidos por el Estado. Caray, con eso sí que no contaban. Curiosamente, la premisa para esta formulación tenía un arranque literario, algo que escribió el novelista francés Henri Beyle, de seudónimo Stendhal, a resultas de un viaje por Cataluña, en 1839: “Los catalanes quieren leyes justas, a excepción de la ley de aduanas, que debe ser hecha a su medida. Quieren que cada español que necesite algodón pague a cuatro francos la vara, por el hecho de que Cataluña está en el mundo. El español de Granada, de Málaga o de La Coruña, no puede comprar paños ingleses, que son excelentes, y que cuestan un franco la vara”. Cuando esto fue leído en la mesa de negociaciones, se hizo un silencio como de media hora. Luego se pasó a otros temas.
Uno de ellos fue buscar el modo de resarcir a los damnificados andaluces por los excesos verbales del catalanismo extremo, tales como: “Franco nos envió trenes llenos de gente a Cataluña para diluir a los catalanes”, o “Los niños de Sevilla hablan el castellano, pero no se les entiende”, o “Con lo que hacemos nosotros, reciben el PER para pasar toda la jornada en el bar del pueblo”. Sin olvidar la perla de estos tristes abalorios, dicha por uno que se decía republicano de izquierda: “Los catalanes tienen más proximidad genética con los franceses que con los españoles”. Y así.
Otro de esos acuerdos rápidos consistió en levantar un monumento a Antonio Machado, en una plaza señera de Barcelona, con la siguiente inscripción: “Al poeta que, en los últimos días de la guerra civil, ya con la ciudad asediada y bombardeada por las tropas franquistas, tuvo arrestos para ensalzar la lengua y la cultura catalanas.” En marzo ya estaban puestos los cimientos.
Pero entonces desperté.
Antonio Rodríguez Almodóvar