Creyó el
prócer de cabello amarillo que bastaba con desear para obtener. Que con el
inmenso poder que acumulaba, un chasquido de sus dedos era bastante a edificar,
doblegar, deshacer… Sus promesas a una muchedumbre encendida le autorizaban.
Empezó por menudencias tales como devolver a las mujeres a las galletas,
obligar a los negros a viajar de pie, a
rezar todos al único Dios del Dinero.
Un día, con motivo de la Navidad, fue a una escuela a propagar los valores del
cabello amarillo y a combatir el esplendor musical de las cigarras, en pro de
las hormigas. Un niño de piel tostada y
ojos no azules le dijo que si quería que le contara un cuento. El prócer,
magnánimo, consintió. Y el niño empezó a contar:
-Había
una vez una rata que no quería ser rata. Rogó al hada madrina de los múridos
que la convirtiera en un humano de piel zanahoria, con los bolsillos a rebosar de monedas de oro. Y
lo convirtió. Preguntó entonces el caballero que quién era el más poderoso del
imperio. “Es el Sol”, le dijeron. “Pues quiero apoderarme del Sol”. Y dijo el
Sol: “No, más poderoso que yo es la nube que me tapa”. Y dijo la nube: “No, más
poderoso que yo es el viento que me lleva y me trae”. Y dijo el viento: “No,
más poderoso que yo es el muro que me detiene”.
-¡El muro! –Exclamó el prócer,
acordándose de algo. Y salió corriendo. Tenía que construir un muro en la
frontera del país vecino, tal como había prometido a sus fervientes seguidores.
Un muro largo, largo, que se viera desde la Luna. Y lo hizo.
Pero como se había ido de
aquella escuela sin escuchar el final
del cuento -y nadie puede sufrir un cuento sin final-, volvió y preguntó a aquel niño en qué quedaba la
historia. Y el niño siguió contando:
-Entonces dijo el muro: “Más
poderoso que yo son los ratones que me agujerean”. “¡Pues entonces quiero apoderarme
de los ratones!”, dijo aquel señor. De
inmediato el hada madrina lo convirtió otra vez en rata, para que le fuera más
fácil. Pero entonces llegó un gato y se la comió”.