El factor maravilloso en los cuentos de la Alhambra
Granada, Patronato de la Alhambra, 2009

"Sólo ha de recordar que camina por los salones de un palacio encantado y que todo es terreno fantástico"
W. Irving.

Siempre me llamó la atención que este delicioso libro llevara en su título una palabra, cuento (tale en inglés), que evidentemente no se corresponde con lo que hay en su interior, que son leyendas en su mayoría; esto es, relatos extraordinarios que se presumen verdaderos, y de carácter fuertemente local. El cuento, en cambio, es una ficción que nadie da por cierta, y que suele abarcar extensos territorios en el mapa, además de tener una estructura muy cohesionada y repetitiva, bien armada para dar solución a un conflicto, mientras la leyenda es un relato débil que aspira solamente a describir un supuesto hecho, fuera de lo común. Se trata, pues, de dos géneros claramente delimitados, tanto en inglés como en castellano. Pensé que Washington Irving habría querido acogerse al prestigio literario de la primera palabra, de mucho abolengo en el mundo anglosajón, a partir de los Canterbury Tales, y puede que algo de eso haya. Pero la licencia es demasiado llamativa, dado que, en época romántica, la otra palabra (legend) estaba revestida también –y sigue estándolo- de un poder evocador nada desdeñable. De hecho, una vez que abrimos el libro, el propio autor llamará leyendas a la mayor parte de las narraciones que nos ofrece.

Examinando otros términos de la obra, vemos el abundante uso que hace el norteamericano de otros que son concomitantes en el universo de lo fantástico, como marvelous, magic, fairy, spell (maravilloso, mágico, de hadas, hechizo), y derivados, como magic-spell, fórmula de encantamiento, más propios de los verdaderos cuentos de hadas, maravillosos o de encantamiento, como les llamamos en castellano. Esta abundancia me ha hecho pensar que se trata de algo más que de unos recursos de estilo, pues, en conjunto, invitan a introducirnos en el mundo de los fairy tales, más que en el de las meras leyendas. Lo cual situaría el título del libro más lejos aún de lo que realmente contiene. Cierto que W. Irving nos ofrece otros relatos más próximos a los cuentos maravillosos, pero son los menos, casi siempre incompletos, y de marcado sabor oriental. Caso de El astrólogo Árabe (lejanamente parecido a un cuento ruso y llamado también “leyenda” por nuestro autor.); o de El príncipe feliz y de El ruiseñor y la rosa, que luego veremos. Pero lo más interesante de este enjambre de elementos fantásticos, en nuestra opinión, van a ser los esbozos, apuntes y motivos de otros relatos maravillosos, repartidos por el libro sin orden ni razón aparentes. Es como si el autor hubiera esparcido a voleo rasgos sueltos de cuentos de hadas, para fecundar sus historias y elevarlas de categoría. Él mismo se sentirá muchas veces como protagonista sin rumbo de algún cuento perdido, inmerso en sensaciones límites, en recuerdos infantiles de verdaderos cuentos de miedo, o asomándose a fantasías maravillosas que pronto se descubrirán imposibles. Por el contrario, y más interesante aún, leeremos un relato de la vida real que parece enteramente un cuento maravilloso, solo que en negativo. Iremos viendo todo esto más detenidamente.

Claro está que cualquier relectura de esta obra, debido a su notable ambigüedad romántica, puede conducirnos a territorios insospechados. Y la que hoy propongo, a saber, el alcance que tiene lo maravilloso en este desfile de historias extraordinarias, probablemente también. Para ello, como ante toda narración compleja, habremos de orientar nuestras pesquisas en busca de un mayor sentido, más allá incluso de lo que dice el texto, en su estrategia con los contextos y con los discursos latentes, a pesar de la resistencia coriácea que el texto ofrece al análisis, en su grata polifonía romántica. Pero el tiempo trascurrido desde su primera edición en 1832 (aunque la vigente procede de la refundición de 1852), y lo mucho que se ha ido volcando sobre esta singular miscelánea, autorizan a preguntarnos, desde esa curiosa trasgresión que anuncia el título, qué más hay detrás, a qué otros destinos nos mueve la permanente invitación al asombro que nos hace el escritor norteamericano, en su deambular por los sinuosos senderos de la imaginación, de las creencias populares y del mito histórico en que, poco a poco, se ha ido convirtiendo la Alhambra. Sin olvidar que este libro contribuyó de modo importante a la visión que de los españoles, en general, y de los andaluces en particular, se hicieron muchos extranjeros, y que todavía hoy traen en su mente no pocos de los que nos visitan.

Lo maravilloso

Nos servirá de guía ese concepto de lo maravilloso, al que nuestro autor se remite insistentemente, con aquella amplia paleta de palabras y expresiones afines, por más que nunca llegará a definirlo. Lo cual no impedirá que, de manera rotunda, diga: “El pueblo español tiene pasión oriental por contar historias y es amante de lo maravilloso” (fond of the marvelous) (el primer subrayado es nuestro). Así, en forma sustantiva y abstracta. Ahora bien, ¿qué entendería W. I. por “lo maravilloso”?

Seguramente algo que él creía evidente -como también “ lo romántico”, que tampoco definirá nunca-, dando por hecha la complicidad del lector en su significado. Pero si ya es difícil, incluso hoy, acordar qué sea romántico, más difícil lo será en cuanto a lo maravilloso. Actualmente, después de Propp, tenemos una idea bastante aproximada de lo que queremos decir con esta palabra, pero entonces era uno de esos términos vagos que se delimitan por su relación con otros más o menos cercanos. En esa misma época, en 1865, Lewis Carroll publica su famosa Alice in wonderfull land, dándole a este adjetivo, muy próximo también a marvelous, la entidad que otorga todo un título. Si por un momento repasamos mentalmente el tipo de aventuras que contiene en ese excitante relato, en especial las andanzas subterráneas de su pequeña heroína, así como las múltiples pruebas a las que es sometida, los elementos mágicos, maravillosos, que emplea, etcétera, convendremos en que está mucho más cerca de lo que hoy entendemos técnicamente por “cuento maravilloso” 1 que lo que sugieren las historias que nos transmite W.I. O lo que es lo mismo, que siendo corriente en el inglés de su tiempo reservar aquellas palabras (wonderful, marvelous, magic, fairy, spell,etc.), a un tipo de narraciones más complejas y más cercanas al “cuento de hadas” (fairy tale), nuestro autor las utiliza frecuentemente, a sabiendas de que lo que él selecciona del imaginario de la Alhambra no son propiamente cuentos de hadas, o cuentos maravillosos, sino leyendas locales de carácter más o menos fantástico, y a menudo tenebrosas y truculentas, por demás muy del gusto romántico.

Parecerá todo esto una digresión lingüística, pero no lo es. Nuestra primera conclusión es que W.I. utiliza los conceptos en torno a “maravilloso” como otro envolvente genérico de su libro, consciente de que no lo está usando con propiedad, sino por extensión. Pero más evidente, recordémoslo, es que utiliza tale (cuento), cuando debería decir legend (leyenda). ¿Y todo eso por qué? A intentar responder a esta pregunta dedicamos este pequeño ensayo.

Aún hemos de tener en cuenta que por esa misma época también en España hay alguien que está recogiendo cuentos populares de la tradición oral, y entre ellos bastantes del tipo maravilloso (entre nosotros más comúnmente llamados entonces “de encantamiento”). Nos referimos a Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber), que en 1859 da a la estampa su primera edición de Cuentos y poesías populares andaluzas. En esa época, y por toda Europa, se extiende la moda de rescatar del pueblo los cuentos, y otros géneros de tradición oral, en seguimiento de lo que habían llevado a cabo los hermanos Grimm en Alemania. ¿Podía Ignorar W. I. que en España existían cuentos “de hadas”, “de encantamiento” o “maravillosos”, como se les quiera llamar, los mismos –o parecidos- que se daban en el mundo anglosajón, el germánico, el ruso, el mediterráneo...? No parece posible. El norteamericano tenía buen oído para las expresiones populares, y en las frecuentes tertulias que se formaban entre los habitantes de la Alhambra –en todo semejantes a aquellas a las que prestaba su atención Fernán Caballero- tanto había leyendas, como se cantaban romances, “baladas” y, desde luego, se contaban cuentos maravillosos. ¿Por qué estos no pasaron al repertorio de Cuentos de la Alhambra, que sin embargo está lleno de alusiones a esa clase de historias? Sin duda se trata de una elección intencionada.

Por alguna razón, el escritor romántico se centró solamente en las narraciones de carácter local, apartando relatos más universales, de los que por entonces se encontraban abundantemente en Andalucía, lo mismo que en Cataluña, en Sicilia, o que en cualquier otra región europea. Seguramente pensaba que de haber dado cabida a esa clase de cuentos, se habría desfigurado considerablemente la idea que él quería transmitir acerca de los españoles; pues de saberse que estos eran portadores de los mismos cuentos maravillosos que existían en Alemania, en Rusia, o en Inglaterra, pasarían a ser culturalmente europeos, y no más o menos orientales y moriscos, como exigía el tópico.

El único referente de carácter no hispano que introduce el recopilador de los Cuentos de la Alhambra es Las mil y una noches, pero solo un par de veces, y ello, naturalmente, de acuerdo con esa entraña morisca, u oriental, que el autor cree hallar en la condición de los nativos: “El pueblo español tiene una tendencia oriental hacia los cuentos”, aclara un poco más Andrés Soria, en la introducción a la edición que manejamos. Y el propio autor, sin sutilezas de ningún tipo: “El país, el aspecto mismo de sus moradores, participa del carácter árabe.” Un típico cliché romántico, circulante en el contexto de este libro, aderezado con otras suposiciones a las que no es ajeno el viajero norteamericano, y que hoy nos causan perplejidad -a veces indignación-. Así, cuando afirma: “En cuanto a los andaluces, son tan ociosos como alegres”4; por no hablar de sus “costumbres semisalvajes”,5 o de que a menudo se “busca inútilmente la mano que labró la tierra”.6 Toda una panoplia de anteojeras, de prejuicios, con las que los viajeros románticos, especialmente los ingleses, nos marcaron por mucho tiempo ante el resto del mundo. Pero lo más curioso es que no siempre hubo en ello mala intención, sino la necesidad de ilustrar una tesis preconcebida, acerca de aquel presunto carácter “romántico” a la que nos obligaba la moda del exotismo oriental. (El propio Ortega y Gasset, muchos años después, sucumbió a tamaña superchería, dándole a nuestra imaginada pereza carácter de filosofía vital, nada menos, y añadiendo, de su propio cosecha, que tampoco sabemos comer). Otras veces, por el contrario, se nos ensalza sin reservas, sobre todo en punto a orgullo y dignidad individuales. Algo es algo.

Lo que queremos decir -más allá de todo afán vindicativo-, es que el discurso manifiesto de Cuentos de la Alhambra está teñido de una intencionalidad, apoyada en determinados y abundantes juicios a priori, que acabarán justificando otras conclusiones acerca del socorrido carácter romántico de los españoles y de la condición de España misma. No será ocioso observar que las apreciaciones del escritor norteamericano sobre la condición de las personas que conoce en su viaje por Andalucía no suelen conducirle a una opinión sobre los andaluces en particular, sino sobre los españoles en general. (Otro ejemplo: “El español es altivo y osado, frugal y abstemio”.1 Obsérvese que los elogios casi siempre se centran en los individuos, y casi nunca en la colectividad; otro rasgo típicamente romántico: se condena el contrabando, pero se salva al contrabandista, al bandolero; se condena la piratería, pero se salva al pirata). Ni, en consecuencia, será raro que el lector poco avisado extraiga de la lectura de este libro alguna otra visión interesada, en el socorrido trayecto que va de lo particular a lo general, y de la anécdota a la categoría. La complejidad de este entramado de relatos pondrá lo que falte para que pueda colarse algo que esté más allá del texto.

En una lectura de conjunto, destaca el cuidado que W.I. pone en combinar leyendas de tipo morisco con historias más o menos reales, más o menos coetáneas -y preferentemente chuscas-, pero siempre pintorescas, debidas a la extraña personalidad de los inquilinos de la Alhambra, o a otros personajes que pululan a su alrededor, incluidas las autoridades del recinto o de fuera de él. Sirve todo esto para reforzar ese halo de romanticismo orientalizante que el autor persigue a toda costa.

Las leyendas principales

De las leyendas, o relatos supuestamente ciertos, relativos al pasado esplendor de este “palacio encantado”, anotaremos las que nos parecen más relevantes. Sobre algunas haremos la interpretación que nos sugieren:

  • La historia de la Sala de los Abencerrajes, apuestos caballeros árabes decapitados en dicho lugar por una intriga palaciega, y cuya sangre derramada aún podría verse en el suelo.
  • La leyenda del soldado inválido, encargado de vigilar el palacio, que una noche no resistió la visión de cuatro fantasmas moros, lujosamente ataviados, los cuales, según Mateo Jiménez -guía particular del escritor en los laberintos narrativos del recinto-, hubieran hecho rico al cobarde soldado. Como sí lo hicieron a otro que, a continuación, mostró valor suficiente para atender sus demandas.
  • Varias historias relacionadas con la Torre de los siete suelos, “escenario de extrañas apariciones y moriscos encantamientos”. Pero en particular, la que asegura que fue por esta torre por donde Boabdil abandonó sus palacios, cuando entregó Granada.
  • La leyenda de la mano y la llave, por la que se dice que el día que la mano de piedra que hay en la clave del arco de la Puerta de la Justicia descienda a coger la llave que se encuentra justo debajo, la suerte de la Alhambra habrá concluido, se derrumbará y todos sus tesoros ocultos saldrán a la luz. (Sobre la significación de los tesoros luego hablaremos).
  • La leyenda de El Velludo. “Se dice que es el espíritu de un rey cruel moro, que mató a sus seis hijos y los enterró debajo de esas bóvedas”.5 Dicho espíritu adquiere la forma de un caballo sin cabeza, perseguido por seis perros, que son los espíritus de los seis hijos. Como se puede comprobar, muchas de estas leyendas tienen un marcado cariz tenebroso, o trágico, que no suponen sino un valladar puesto al conocimiento de lo que fue una cultura, por muchos motivos, admirable. De arte, de filosofía, de poesía musulmanas, los españoles que trata el escritor no saben absolutamente nada. (Y muchos españoles de hoy, tampoco).
  • La Leyenda de las tres hermosas princesas, Zaida, Zoraida y Zorahaida, nacidas del matrimonio del rey moro Mohamed con una bella cristiana cautiva, y apartadas del mundo por su propio padre. Toda una metáfora, nos parece, de la frustrada unión de las dos culturas, como tantas otras leyendas y romances de parecido tenor.
  • La leyenda del ejército encantado de Boabdil, que aguarda en el interior de una profunda cueva el momento de reconquistar la Alhambra. Otra frustración, en la imagen nostálgica del desaparecido poder del reino nazarí.
  • La leyenda de la propia construcción de estos palacios: “El rey moro que la construyó fue un gran mago o, según creían otros, se había vendido al diablo y edificó la fortaleza por arte de encantamiento”. Todo un exponente de la incredulidad de “los herederos” de La Alhambra (cantidad de gente humilde, soldados inválidos, mendigos, contrabandistas, etc. que durante muchos años ocuparon estos palacios semi abandonados), incapaces de comprender la magnificencia de los lugares que habitan, o lo que es lo mismo, la ignorancia del pasado que padecen esos curiosos personajes, condenados a transitar por entre unos espléndidos muros cual verdaderos fantasmas del presente. No es poco lo que alcanza a significar este desconocimiento de una Historia cierta, en el que están sumidos las gentes sencillas de Cuentos de la alhambra. Un vacío mental que acabará llenándose de leyendas y patrañas de todo tipo. Aun hoy se dice que muchos ciudadanos de Granada mueren sin siquiera haber subido a la Alhambra.


Los tesoros

Para el final de este apartado dejamos las cinco leyendas que tienen como centro de atención la existencia de un tesoro. Una creencia todavía reconocible en la mentalidad de españoles actuales es que los moros, en su precipitado abandono de Al Andalus, dejaron escondidos numerosos tesoros, con la idea de recuperarlos el día en que regresen. Una forma amable, si se quiere, de alimentar el temor –la esperanza, del otro lado-, de que las huestes de Mahoma retornen a conquistar lo que fue suyo, sin reparar en que tan españoles eran estos como son aquellos.

Dichos tesoros son, sucesivamente:

  • El tesoro del castillo de Archidona, del que se aprovecharon un notario y un cura. Este último detalle no ha de echarse en saco roto, pues no será el primer clérigo católico que se beneficie de algún tesoro morisco.
  • El tesoro del barranco de la Tinaja.
  • El tesoro del aguador, o de La torre de los siete suelos. (A partir de aquí, van los cuatro tesoros del interior de la Alhambra).
  • El tesoro de las dos Ninfas, en la que participa otro clérigo, Fray Simón, que con engaños de aspecto espiritual va quedándose con buena parte del botín descubierto por la familia del pobre Lope Sánchez.4 Volveremos a este importante relato.
  • El tesoro del cristiano cautivo o del alfaquí.
Todos ellos representan el rasgo más cualificado de las leyendas moriscas, en oposición a lo que sería el centro de gravedad de los auténticos cuentos maravillosos, a saber, el objeto mágico. En cierto sentido, el tesoro es en las leyendas el equivalente degradado del objeto mágico, o talismán, en los cuentos maravillosos. Pues el tesoro no ayuda nunca al héroe a resolver el conflicto inicial de la historia, como hace el objeto mágico, que para ello se sitúa en posición más o menos central del relato; el tesoro simplemente atrae hacia sí todo el interés de la trama y constituye el verdadero final de la narración.

Pero es verdad que también hay en el libro dos presencias importantes de objetos mágicos: el anillo sellado del sabio Salomón y la manita negra de azabache, como talismán. El primero aparece en un dedo del estudiante que se hará acreedor al tesoro quinto, con lo que su función se asemeja en algo al poder de un objeto mágico. La segunda es “una pequeña mano, curiosamente tallada en azabache, con los dedos cerrados y el pulgar fuertemente pegado”,1 que la pequeña Sanchica, hija de Lope Sánchez, encuentra un día que está cogiendo piedrecillas en un foso; será el talismán que acabe conduciendo a la familia hasta el tesoro de las ninfas. El hecho de que sea una niña, como en muchos cuentos maravillosos (la misma Alicia), la que se conduce entre dificultades para alcanzar un final feliz; la aparición, entremedias, de “un pozo hondo y tenebroso”, como tantos y tantos de los cuentos maravillosos, “al que se asomó la muchacha, aventurándose hasta el borde”,2 cual de nuevo una Alicia a punto de iniciar su aventura subterránea; la víspera de San Juan, cuando suceden otros portentos de este relato, al igual que sucede en cuentos del mismo tipo; todos esos elementos hacen de esta narración la más próxima a un verdadero cuento maravilloso, pero sin llegar a serlo del todo. Y la prueba está en la función del objeto mágico, tanto en este relato como en el del estudiante: solo sirven para encontrar un tesoro.

A W. I. parece gustarle este extraño juego de sembrar toda su obra de indicios y señales que pudieran corresponder a auténticos cuentos de hadas -o maravillosos, o de encantamiento-, sin que llegue a fraguar ninguno de ellos. Así, por ejemplo, encontraremos alusiones desperdigadas al viejo relato persa de El ruiseñor y la rosa, al que Oscar Wilde acabaría dando forma definitiva en 1888. También puede entreverse otro cuento maravilloso al trasluz de la leyenda del Príncipe Ahmed o El Peregrino de amor,3 y que no es otro que El príncipe feliz, del mismo autor irlandés. Más un sin fin de pasadizos secretos, reinos de sombras, un gato que pudiera ser princesa hechizada, y hasta un caballo que corre como el viento, que parece sacado directamente del cuento de Blancaflor; todo ello contribuye a crear esa atmósfera de cuentos de hadas, por cuyas fronteras estaremos merodeando todo el tiempo.


Lo maravilloso frustrado. Conclusiones.

De esa serie de frustraciones, o degradaciones, es ejemplo acabado lo que sucede en el episodio de Las habitaciones misteriosas, cuando por fin nuestro héroe, el propio escritor, se aventura de noche a conocer ciertos lugares del palacio hasta entonces vedados, y siente con terror la proximidad de los espectros, entre ruidos y gemidos, de un castillo encantado. “Habían resucitado las supersticiones de mi niñez, tanto tiempo olvidadas, y se iban adueñando de mi fantasía”. Fantasmas presentidos y murciélagos repentinos no faltarán en esta estampa, que parecerá sacada también de un cuento de miedo como nuestro Juan sin miedo. Mas he aquí que todo se desvanece de repente, al verificar el audaz narrador que todo se debe a las actividades nocturnas de un pobre maniático que allí vive (uno más de la fauna pintoresca de este lugar), y del que nadie le ha advertido. El lector ávido de emociones tenebrosas y fantásticas, quedará chasqueado por la revelación de una realidad tan mediocre.

Esta que llamaríamos hoy “deconstrucción de lo maravilloso” aún tiene un ejemplo más, y bien llamativo, en la historia verídica de la novicia del Albaicín,4 que parece copiada de una de las cartas de Blanco White. En ella el sevillano da fe de la supuesta y obligada boda de una joven con Dios. Y de la análoga granadina dice W. Irving: “Pero su corazón, sin duda, se rebelaba contra este remedo de unión espiritual y suspiraba por sus amores terrenales”, refiriéndose a la novicia que es obligada por su padre, cual un verdadero ogro de cuento de hadas, a entrar en el convento. Los monjes y frailes que esperan a la desdichada no serán sino ayudantes del ogro, y el enamorado que se queda fuera, un héroe verdaderamente infeliz. Todo en este relato es como el negativo de un cuento maravilloso, en el que las falsas galas nupciales de la joven, tendida en el lecho de su féretro de monjita, muerta para el mundo, se antoja una imagen cruel de la boda final de los cuentos maravillosos. El padre, comúnmente el rey que desea casar a su hija, aquí encarna la figura del adversario que secuestra a la princesa; el héroe, de ordinario muy activo en los relatos de esta clase, hasta desencantar, liberar a la heroína, aquí se muestra pasivo e incapaz de hacer nada; los duendecillos que suelen ayudar al héroe en su peligrosa tarea, son en esta desgarradora estampa los siniestros monjes que colaboran con el ogro a enterrar viva a la muchacha, en un convento. Un negativo esperpéntico y absurdo, y una nueva metáfora de la España oficial que, poco a poco, nos ha ido pintando Washington Irving.

En esa imagen, como se ha podido ver, el papel de la Iglesia es capital, en cuanto poder absoluto que se ejerce sobre las cabezas de los pobres y humildes españoles, tal como lo veían otros viajeros, principalmente británicos, que así proyectaron sobre nosotros la noción de un buen pueblo en cierto modo secuestrado por los papistas católicos. Y si a ello unimos los otros ingredientes de gente desvalida, ignorante, sumisa, como son en su mayoría los “hijos de la Alhambra”, bajo el mando de un “Gobernador Manco”, fanático de su poder y caprichoso en su ejercicio, nos iremos haciendo una idea más cabal del propósito que, velis nolis, guia a este libro en su objetivo final, desde una inicial actitud algo sorprendida ante gente tan alegre y exótica, pero sojuzgada por la ignorancia, la pereza, la pobreza. El pueblo español, según esa pintura, estaría aquejado de una suerte de fatalidad ineluctable, un destino superior que le llevaría de fracaso en fracaso (no hay más que repasar la historia de nuestras relaciones exteriores, a partir del desastre de La Invencible, o de Trafalgar, que para los anglosajones son hitos capitales en ese recorrido nuestro del infortunio); un pueblo que a sí mismo se amputó dos de sus extremidades más productivas: los judíos y los musulmanes, tan españoles como los cristianos; y que no por eso dejaría de pelear consigo mismo, hasta el reventón final de la Guerra Civil de 1936, que todavía hizo a Winston Churchill llevarse las manos a la cabeza, ante el espectáculo terrible, e incomprensible, de unos españoles matándose unos a otros en pleno siglo XX; condenados, pues, a continuar siendo seres degradados, extravagantes y pintorescos, arrojados de un país maravilloso como el que pudo haber sido, como maravillosa fue la Alhambra, de cuyo contraste se valdrá nuestro autor para sacar adelante una subrepticia metáfora general de España y los españoles. Entenderemos ahora un poco mejor a qué se debe aquella extraña transgresión que hay en el título de este libro, donde a sabiendas se llama a una cosa por lo que no es. Sin duda a una ironía, una sutil, afectuosa y finalmente compasiva ironía, con la que elevar a la clase de cuento maravilloso lo que no es más que una trágica leyenda. La de un pueblo raro, encantado por algún conjuro maléfico en su ignorancia, y un país a la postre incomprensible, que malvive entre las bellas ruinas de su Historia.

Sevilla, Primavera de 2009.

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Videoteca
Entrevista en el programa `Saca la lengua´
Emitido el 19 de Noviembre de 2011 en la 2 de RTVE
Una breve visión de la biblioteca
El programa `El público lee´ de Canal Sur TV entrevista a A. R. Almodóvar a propósito de su biblioteca (25-09-2011)
La memoria de los cuentos
A. R. Almodóvar es el guionista de este documental emitido por TVE2 en el programa `Imprescindibles´ (18-03-2011)
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