A mí se me hace que Borges no estuvo realmente aquí, cuando aquel memorable curso de Literatura Fantástica, septiembre de 1984. Deben de ser noticias infundadas, especulaciones de esta pícara ciudad, en la que abundan los fabuladores de leyendas y los fabricantes de olvido. Si no fuera por Francisco Correal, que entonces publicaba en Diario 16 (y por Braulio Ortiz, que lo ha recordado en este periódico), habría serios motivos para dudar de esa estancia. Y si vemos la exposición que estos días se dedica al escritor argentino, no llegaremos a cerciorarnos del todo. No parece sino que solo hubiese estado la primera vez, la de 1919.
Yo, sin embargo, tengo algunos elementos con que atestiguar la segunda. Veo en una fotografía a Carmen Romero, bella y discreta, por el barrio de la Macarena, cerca de Borges, que está bebiendo algo en un vaso de plástico, como una criatura mortal. Y yo mismo, observando el lance. Hasta allí nos había llevado el imprevisible Ortiz Nuevo. También me lo atestigua un ejemplar que tengo a la vista, de la admirable publicación que hizo la editorial Siruela, con el mismo título del encuentro, “Literatura Fantástica”, un año después. En ella se recogen las aportaciones de los participantes en aquel seminario, una nómina de cierta relevancia (no lo digo por mí, naturalmente): Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Carlos García Gual, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Alberto de Cuenca, Rafal Llopis; todos versados en materias excelentes, y este humilde cronista, que se atrevió a hablar, no sé cómo, de su pasión por los cuentos maravillosos perdidos.
Del coloquio que siguió a la intervención del argentino, sutil y sarcástica, como de costumbre, recuerdo la pregunta que le hizo el intrépido cura Javierre: “Señor Borges, yo soy cristiano; ¿qué piensa usted de la existencia de Dios?” A lo que el interpelado contestó, sin inmutarse: “Si usted necesita misterios complementarios, no tengo nada que objetar”.
La primera vez que le escuché referirse a Cansinos Assens como su maestro fue veinte años antes, en Madrid. Una charla casi clandestina, con motivo de una fugaz visita que el discípulo realizó al sabio sevillano, ya muy enfermo. De ella me alertó, subrepticiamente, Julio Manuel de la Rosa, pues no era muy seguro que el caso tuviera los permisos del régimen. Allí escuché al porteño citar aquella queja sublime de Cansinos: “¡Señor, que no haya tanta belleza!” (Dicho en argentino es aún más escalofriante. Prueben a hacerlo).
Por esa época mía madrileña, otro amigo me pasó una antología de la poesía de Borges, advirtiéndome: “Es mejor poeta que prosista”. No lo creí. Pero luego de leerlo, con reposo, empecé a dudar, y a retener versos inmortales, como “La causa verdadera / es la sospecha general y borrosa / del enigma del Tiempo”. No he conseguido resolver la ecuación. (Son pocos escritores en castellano los que ofrecen tan tremenda disyuntiva. Tal vez Quevedo, Bécquer, Caballero Bonald…) Pero de lo que no tengo duda es de que Borges estuvo aquí, por segunda vez, en 1984.
No me quejo de nadie, pero sí de algo. Del inmisericorde paso del Tiempo.