Don Juan a la luz del folclore
Aproximación a las raíces orales del mito

DON JUAN A LA LUZ DEL FOLCLORE (Aproximación a las fuentes orales del mito)


          Antonio Rodríguez Almodóvar

RESUMEN:
A la vista de los materiales antropológicos y de las tradiciones orales que preceden históricamente a las versiones cultas del mito de Don Juan, puede afirmarse que este aparece mucho más allá de las fronteras españolas y desde tempos muy antiguos. Las raíces del mito universal están relacionadas con dos rituales principales: los de iniciación de los jóvenes a la edad adulta, y los del  culto a los antepasados. Los cuentos de tradición oral hispánicos todavía recogen motivos de esos dos orígenes, en particular: el puntapié que un joven borracho propina a una calavera mal enterrada  y el  convite a cenar que se hacen mutuamente el muerto así ofendido y su profanador.  


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DELIMITACIÓN DEL ESTUDIO
Hace ya más de sesenta años que Víctor Said Armesto reconocía en su clásico estudio sobre Don Juan: “Los orígenes del mito donjuanesco están, pues, por reconocer aún. Son tierra inhollada, y como tal abierta a todo género de hipótesis”.  Curiosamente, en aquel año, 1946, la misma colección que editaba ese libro publicaba también los Cuentos populares de España, de Aurelio M. Espinosa, una selección del monumental estudio que este investigador norteamericano, de ascendencia española, había publicado veinte años atrás.  En él aparecen dos cuentos de la tradición oral española, bajo el epígrafe “La leyenda de don Juan”; y si bien este nombre no figura en ninguno de los dos relatos, son de incalculable valor para nuestro punto de vista, junto con otros de similar naturaleza. Entre uno y otro de esos ensayos puede decirse que está comprendida la condición peculiar, y esquiva, de una materia que, todavía hoy, sigue apasionando a investigadores del más diverso signo. Si el denso trabajo de erudición de Said Armesto venía en cierto modo a clausurar un tipo de estudios fundamentalmente librescos, el otro aportaba nuevos elementos al enfoque que aquí nos interesa: el de las verdaderas fuentes del mito, según los datos -a menudo vestigios-, que de ellas pueden encontrarse en la tradición oral hispánica. Cuestión esta que, por no perder las resonancias metafóricas que tiene la expresión “las verdaderas fuentes del mito”, pronto se vio que se perdía en la más espesa jungla de las mitologías arcaicas, y desde luego mucho más allá de nuestras fronteras.     
Desde entonces, otros muchos estudiosos se han adentrado en el “oscurísimo caos de la leyenda”, en frase también de Said Armesto,  tratando de reconocer al menos los componentes fundamentales de esta materia y, en la medida de lo posible, descifrarlos. Pero todavía uno de los que más luz han aportado a tan ardua cuestión, Maurice Molho, nos dice: “Sea como fuere, los orígenes míticos de Don Juan son indiscernibles, pero en todo caso Don Juan preexiste a El Burlador, el cual manifiesta el mito en su totalidad, a costa de combinarlo con una serie de elementos ajenos al mito”.  Apreciable advertencia, no exenta de contradicción, pues si tales orígenes míticos son “indiscernibles” no se entiende bien cómo el referido drama “manifiesta el mito en su totalidad”. Pero dejemos esto para otro momento. Interesa ahora señalar la dificultad del empeño, pese a lo cual subsiste la búsqueda de aquellas fuentes. 
La pregunta inicial en nuestra aproximación de hoy es, naturalmente,  ¿por qué? A qué se debe que una temática tan largamente estudiada, recreada, convertida en infinidad de dramas, poemas y óperas, mantenga abiertas sus posibilidades en la más “oscura” dirección, la de las raíces mitológicas. Sin duda tiene ello que ver con el importante papel que ha desempeñado la antropología cultural entre los estudios humanísticos, con no pocas revelaciones. Así, las de Vladimir Propp cuando se ocupó de los precedentes folclóricos de Edipo   hasta demostrar el laborioso trabajo de cambio de sentido llevado a cabo por la tradición culta del mito, sobre los más antiguos cuentos de tradición oral circulantes entre los pastores griegos; o, en línea similar, los análisis comparativos entre Medea y su correlato popular, Blancaflor.  Muchas veces han desempeñado tales trabajos una función que en puridad no les correspondía. Según las muy repetidas palabras de Lévi-Strauss: “La antropología ocupa de buena fe ese campo de la semiótica que la lingüística no ha reivindicado todavía para sí, a la espera de que, para ciertos sectores al menos de dicho dominio, se constituyan ciencias especiales dentro de la antropología”.  Muchos otros han reivindicado esa misma necesidad, perceptible incluso cuando Jacques Derrida reclama la existencia de un nuevo género científico que se ocupe de las interconexiones entre disciplinas tan aparentemente distantes como el psicoanálisis, el estructuralismo, o el marxismo teórico. A la espera de que tan proverbial suceso acabe por instalarse entre nosotros, no nos cabe sino tentar en los diversos campos, y ver cómo los lingüistas se doblan de antropólogos, los psiquiatras de literatos, los marxistas de arqueólogos, y todos más o menos aguardando, bajo espesas capas de pragmatismo, a que refluya el temporal posmoderno.     
Entretanto, las grandes preguntas siguen en pie. Por ejemplo, la nuestra de hoy:  por qué la figura de don Juan, como si de otra metáfora se tratara, ésta de cariz paleontológico,  mantiene su incógnita precisamente sobre los huesos de nuestros antepasados, y más en concreto: sobre una calavera mal enterrada a la que un impío propina un puntapié en noche de juergas. Mucho se ha debatido sobre la naturaleza del insolente que así trata a los difuntos, y de análoga manera la dignidad de las mujeres, pero poco, por ejemplo,  sobre a quién pertenece la cabeza maltratada. (Aquí, digámoslo por adelantado, puede estar, entre otras, alguna clave del asunto.) Pero sobre todo: qué nos importa a nosotros, hombres del siglo XXI, que se esclarezca o no semejante cuestión.  


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Para mejor abordar nuestro análisis, se ha de recordar previamente en qué términos ha sido considerado el personaje Don Juan por la cultura oficial española, como parte interesada del academicismo occidental. No dejan de sorprender las numerosas contradicciones que este punto de vista arroja sobre el tipo, hasta convertirlo en una imagen borrosa, aunque eso sí, muy literaria, de la que no es posible extraer casi nada. Algo así como si el principio de ambigüedad que informa a buena parte de los estudios literarios convencionales, se viera felizmente justificado con la constatación de un personaje de esa hechura, olvidando que una cosa es la ambigüedad y otra la indefinición; una la polisemia y otra la contradicción. 


LA PRESUNTA ESPAÑOLIDAD DE DON JUAN

Comencemos por la excitante cuestión de la españolidad de Don Juan, articulada a su vez en dos subespecies: la españolidad castellana y/o la españolidad sevillana. Un asunto de lo más sabroso, en estos tiempos de localismos sin límites. “Gloria y motivo de orgullo es para España que haya nacido aquí tan original figura”; de esta guisa se expresa Said Armesto, y poco más adelante: “Fue metal español el que entró en la fundición de la estatua [del Comendador].  Todavía Maurice Molho asegura: “Don Juan surge completamente armado en las tablas de los teatros españoles, sin que se le conozca ni fuente ni formulación popular primitiva”.  Aseveraciones que tropiezan con evidencias en contrario como El infamador, de Lope de Rueda (de 1584), El rufián dichoso, de Cervantes (1600), o El esclavo del demonio de Mira de Amescua (1612); así como con los antecedentes italianos, como la pasquinata romana de 1556, estudiada por Márquez Villanueva,  donde ya se alude a un tal Don Giovanni, sobrino del papa Paulo IV, de perfil claramente donjuanesco. O el tan controvertido Leoncio, protagonista italiano de una comedia  para estudiantes alemanes de un colegio de jesuitas en Ingolstat, de 1615, parecida en ciertos aspectos a El Burlador de Sevilla y Convidado de Piedra, especialmente en la condenación eterna del libertino, ateo y blasfemo, coincidente en parte con las fuentes orales más primitivas. No se olvide que la comedia española, de siempre atribuida a Tirso de Molina, no debió estrenarse antes de ese mismo año de 1615, y muy probablemente lo hizo bastante después. Anotemos también, para ir armando nuestro propio discurso, que en la versión del Leoncio ya aparece la calavera a la que da una patada el descreído, tal y como sucede en la mayoría de los antecedentes de la tradición oral, entre ellos los que atribuyen dicho resto a un padre o a un abuelo, que en clave folclórica suele significar un patriarca del clan. En otras leyendas latinas medievales, el difunto es nada menos que un juez de mala vida. Pero no nos adelantemos. 
Como se ve, mal se sostiene la susodicha españolidad, tanto si se refiere a la leyenda (el mito) como al drama, a la tradición culta como a la tradición folclórica. Lo que no ha impedido que otros estudiosos hayan llevado aquel presunto carácter nacional  a extremos verdaderamente pintorescos de patriotismo literario. Por muy conocido y superado que esté, no conviene olvidar el ensayo de Gregorio Marañón,  muy influyente en su día, y aun hoy  tomado en cuenta para determinadas elucubraciones psicologistas. En él, la equívoca figura de don Juan da pie al médico para forjar su tesis de un varón que es “incapaz de amar, aunque sea temporalmente, a un tipo fijo de mujer”,  cuando no de dudosa virilidad; todo ello apoyado en divagaciones históricas acerca de diversas epidemias psico-religiosas del XVII, como la de los alumbrados, monjas endemoniadas y otras fábulas “donjuanescas”, como la del convento de San Plácido en Madrid, o la singular personalidad del Conde de Villamediana, hermoso ejemplar ibérico de conquistador de mujeres, que al cabo resultó ser  líder de una especie de secta de homosexuales; todo ello adobado con reclamaciones madrileñistas, por si faltara algo, frente a la otra reivindicación sevillanista del asunto, con don Miguel de Mañara a la cabeza. Pese a todo, y acaso por curarse en salud –como médico que era-, y percatándose entremedias de que semejante libertino no encajaba mucho en el paradigma del caballero español, Marañón sentencia: “Los eruditos que quieren identificar al intrépido Tenorio no lo lograrán jamás. Es un hijo del alma colectiva de aquellos años en que vio la luz”,  lo que es tanto como no decir nada, y así todo el aparato discursivo anterior tampoco sirve para cosa alguna. De ahí que no sean de extrañar otras peregrinas elucubraciones, como las referidas a trastornos narcisistas, al equivalente de la Virgen María en Doña Inés, o en todo caso a la santa esposa de la tradición católica como salvadora in extremis de nuestro héroe mujeriego, y cosas por el estilo. Todo vale cuando el fondo del asunto está trucado por los más resistentes prejuicios, ya sean literarios, nacionalistas o, por supuesto, de la moral de la España más convencional.. Como viva expresión de ese sentir contradictorio que genera el personaje, valga esta reflexión de Said Armesto: “Hay en todo esto una fuerza dramática legítima, siquiera la consideremos empleada en direcciones no simpáticas, éticamente hablando. El carácter de don Juan será todo lo excesivo, incoherente, malsano y monstruoso que se quiera. El escalofrío estético que en nuestro espíritu suscita será perturbador, maléfico y dañino, pero [...] su magia singular obra en nosotros con fascinación certera”.  En conclusión, este tipo es un redomado sinvergüenza, pero es un sinvergüenza muy nuestro, muy español. Desde posturas ideológicas contrarias, también se dan casos de extraños atractivos, como el del dramaturgo Alfonso Sastre: “No solo no me fascina el  mito de Don Juan, sino que a mí no me gusta ni un pelo, y que encuentro fuertes dosis de lo que se suele llamar machismo en sus apologistas, que ocultan o disimulan sus terribles vilezas; yo me apunto a su rebelión cuando Don Juan es hipócritamente golpeado”.  Es mucho ver, nos parece, a un rebelde de cualquier tipo en la condición de este personaje.  
Y al fondo, no lo olvidemos, las dos versiones contrapuestas, frutos de esa misma contradicción: una, El burlador de Sevilla y Convidado de Piedra, de discutida autoría (cuestión que merecería un más detenido examen), y que presenta cierta proximidad –engañosa- con las fuentes orales, en su trágico final sobre todo;  y el Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, un producto estrictamente literario, con un postizo final edificante, propio del romanticismo revisionista que vendría mucho después. 
     

LAS FUENTES ORALES

Conviene ante todo recordar de qué clase de materiales hablamos cuando nos referimos a “fuentes orales”. Exclusivamente a las versiones del mito recogidas de la tradición oral, dondequiera se hayan producido, en forma de cuento, principalmente, más todos los elementos folclóricos, tipos, motivos, personajes y demás circunstancias, narrativas o antropológicas, coincidentes o cercanas a otros tantos elementos de la materia en cuestión. Las versiones orales literaturizadas, o “arregladas” de un modo u otro, convendrá tomarlas con precaución, y mejor cuando un elemento se repita al menos dos veces en textos lo bastante alejados entre sí, o estén acreditados por su presencia en otros registros fiables.
  De hace mucho tiempo son conocidas determinadas fuentes orales del mito, y bastante fidedignas. Lo que pasa es que, en mi opinión,  no se las ha valorado adecuadamente. El propio Said Armesto desdeña algunas de ellas, procedentes de “varias aldehuelas de Sicilia, de Venecia y de Ferrara”, porque según él “carecen de importancia” por tratarse de “meras variantes del Leoncio (recuérdese, un claro antecedente literario de El burlador), de los pliegos de cordel”. Pues ahí es nada. Un material de primera mano, el erudito español lo desdeña solo porque abona el origen no español del mito, en su controversia con Farinelli, el cual estimaba que el tal Leoncio era de origen renacentista italiano. Por el contrario, para el español alcanzarán un alto valor fundacional los “residuos de una vieja conseja de hilandero” propias de Galicia y de León, más los romances españoles de la misma materia, allegados por Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal.  Nada que objetar a los aludidos “residuos”, solo que cuando Said Armesto nos ofrece los  recogidos por él mismo, ya se ha permitido literaturizarlos; y en cuanto a la serie de romances de idéntico tema, resultarán claramente sobrevalorados por este investigador, como corresponde a la más acendrada tradición de los estudiosos de nuestro  romancero. Ante esto, se nos permitirá recordar que cualquier romance tradicional ya es un producto estético, por el molde del octosílabo asonantado. En cuanto al contenido de la narración, es evidente en este caso que todas las versiones están emparentadas entre sí, por lo que muy probablemente se deban a un mismo origen artístico.  Pese a todo, tanto unos como otros, los restos de conseja como los romances, son muy estimables a nuestro propósito; el problema estriba en que el punto de vista de Said invierte el valor que ellos tienen. Interesado como siempre por la españolidad del asunto, valora más los romances que aquellos restos de la narración popular que se producían en noches de invierno junto al fuego, a los que minusvalora como “destartalados residuos de una vieja leyenda de hilandero, ingenua y simplicísima como el alma del pueblo que la dictó”. Una vez más, nos encontramos con esa actitud paternalista del ilustrado, incapaz de valorar en su justa medida la cantera de datos extraordinarios que tiene ante los ojos, porque estos siguen nublados por los insuperables prejuicios del más puro casticismo. 
Otro tanto cabría decir de los argumentos en contrario esgrimidos por Farinelli, en defensa de la italianidad del drama. Said, Farinelli, e tanti cuanti, cometen el mismo error culturalista: restar importancia a las fuentes orales, a pesar de lo que estas andan pregonando para quienes quieran oírlo: que son ellas las que constituyen prueba irrefutable de que el mito se halla muy por encima de toda clase de fronteras, y, más importante aún, que su verdadero sentido apunta mucho más allá de los patrones de la literatura canónica. Por consiguiente, que todo intento de reducir su ámbito universal es un aliado del reduccionismo ideológico y de la manipulación del sentido. En las mismas páginas de Said Armesto, incluso en las de Marañón, veremos referencias a otros cuentos orales de múltiples procedencias en su recogida (italianos, franceses, portugueses, gallegos, sicilianos, bretones, etcétera), que están clamando, en su conjunto, por una constatación que, a fuer de palmaria, resulta trascendental: veamos primero qué dice el mito, dondequiera que esté, y luego todo lo demás.  
Raramente, pues, el mito va a estar recogido con fidelidad  en ninguna adaptación literaria, y así nos lo previene Maurice Molho respecto del de Don Juan: “En todas las obras que se analizan aquí el mito se presenta un tanto adulterado por haber sufrido reelaboración estética. La tarea del mitólogo consistirá, pues, en descubrir por debajo del ropaje poético, la rigurosa y perenne organización del discurso mítico”.  Esta última afirmación resulta, no obstante, algo arriesgada, por discrepancia con otras bases del pensamiento mitológico, que el propio Molho nos recuerda un poco más adelante, una vez citando a Franz Boas y otra a Lévi-Strauss: “Los universos mitológicos parecen destinados a ser desmantelados apenas se forman, para que de sus fragmentos nazcan nuevos universos”, y: “Propio de la reflexión mítica es edificar sus palacios ideológicos con cascotes de discursos sociales prescritos”.  El intenso debate que se suscitó entre folcloristas y antropólogos en torno a estas consideraciones, allá por los años setenta del pasado siglo, tampoco desembocó en una solución unánime al problema principal, cual es la aparente contradicción entre la naturaleza estable del mito, por un lato, y sus múltiples versiones, por otro; también si dicho problema de origen deriva o no de la distinta naturaleza del mito con respecto al cuento, entendido el primero como texto sagrado, para uso exclusivo del chamán o jefe del clan,  y el segundo como texto destronado o vulgarizado -democratizado, diríamos hoy-  para uso de todos.  Por nuestra parte, hemos querido contribuir al debate con nuestra teoría del arquetipo, a semejanza de lo que ocurre en fonología con la existencia abstracta del fonema, frente a los alófonos del sonido real lingüístico, la lengua frente al habla, con ciertos matices.  Desde ese planteamiento, habrá ciertos elementos del mito que, en cualquier versión que aparezcan, por deteriorada que esté, seguirán reclamando atención sobre el discurso principal, el arquetipo, en cualquiera de estas tres direcciones: para corroborarlo, para contradecirlo, o ni una cosa ni otra,  para degradarlo y trivializarlo.  En todo caso, al igual que en arqueología, no debe desdeñarse la importancia potencial de cualquier fragmento. En el mito de Don Juan, la presencia de la calavera, o el doble convite, por ejemplo, serán elementos fijos que estarán remitiendo, más o menos de lejos, al discurso general; como si dijéramos, a la lengua del mito. Pero otros muchos, de aspecto insignificante, necesitarán una relectura, una atención especial   
La constatación de lo que verdaderamente ocurre en los materiales recogidos de la tradición oral hispánica nos ayudará a resolver estas dificultades y entender mejor  nuestro punto de vista teórico. Veamos ya cuáles son esos materiales, hasta ahora no analizados conjuntamente: 

Texto 1: “El incrédulo y la calavera”, recogido por Aurelio M. Espinosa.
Texto 2: “El estudiante y la calavera”, también perteneciente a la colección de Espinosa      
Texto 3: “El borracho y la calavera”, recogido por Arcadio de Larrea  
Texto 4: “El soldado y la calavera”, recogido por Luís Cortés Vázquez  . 

La distancia geográfica entre los cuatro textos (Ciudad Real, Granada, Cádiz y Salamanca, respectivamente), más la que se da entre los años de recopilación, así como la naturaleza de los informantes, evidentemente personas no ilustradas, permite concederles en conjunto la cualidad básica de autenticidad folclórica, esto es, pertenecientes a la tradición oral, poco o nada contaminada de influencias cultas.  
Tras una atenta lectura, podemos señalar los elementos más significativos, comunes o diferenciales, de las cuatro versiones: 

Entre los comunes, el comienzo de la historia, con la “calaverada” del protagonista, pegándole un puntapié o un palo a una calavera que aflora del osario de un cementerio (menos en una versión, la T4, que está “en el campo”). En dos casos el protagonista es joven (estudiante, soldado) y en los otros dos: un “señor incrédulo” (T1) y un hombre casado (T3). En tres  el protagonista es de elevada condición social, y en uno (T3) esto es irrelevante. En tres, el fanfarrón resulta sentirse horrorizado cuando llega la hora de la verdad, la de tener que acudir al cementerio a corresponder a la invitación del difunto. Por cierto, la doble invitación a cenar es común  a las cuatro versiones, y constituye el elemento fijo, como anunciábamos,  en todas las demás, ya sean cultas o populares. En El burlador, recuérdese que el miedo está reservado al criado, Catalinón (“Necio y villano temor”, escena XIII); sin embargo, cuando Don Juan queda a solas con el fantasma de Don Gonzalo, en la escena XV, también el pavor le acomete. Cosa que no ocurre con el de Zorilla, bravucón hasta el último momento, el del arrepentimiento. En los cuentos orales, el criado, la criada, o la esposa,  se limitan a avisar al señor, -o “señorito” en Andalucía-,  de la llegada del fantasma, esqueleto o “estauta” (T1). (El desarrollo de este personaje en el drama corresponde al prototipo de la comedia clásica española, aunque  ya estaba en embrión en la tradición oral.) Más importante es lo que ocurre en el desenlace de los cuatro cuentos: en una se salva de morir por las reliquias que el cura le ha dado; en otras dos, también se salva, pero muere al poco tiempo: “Se puso malo cuando salió y a los dos días fue por él el muerto y se murió” (T3), “del susto aquel se metió en la cama y se morió” (T4) Tan solo en T1 la cristianización del mito aparece completada con la conversión del sujeto en ermitaño y su muerte se produce en olor de santidad, con resplandor y todo; lo que evidencia, en este punto, una clara influencia religiosa histórica. Tales rasgos no aparecen nunca en ninguna otra historia avalada por la tradición oral. Ello indica que han de guardarse las reservas, incluso ante las versiones más aparentemente folclóricas. Pero lo más importante, desde el punto de vista del significado, es que tampoco en las otras tres se habla de “condenación” ni de ninguna otra cosa que se refiera al destino del alma. Solo se habla de muerte. De eso exclusivamente es de lo que no se libra el personaje. La visión popular del más allá, como en otros muchos cuentos de materias similares, se reduce a un lugar donde habitan los que ya se han muerto. No hay allí ni dioses, ni infiernos ni paraísos. Solo los antepasados, como en las religiones primitivas, y como hasta no hace mucho era creencia popular en Andalucía, manifestada en el hecho de que el pueblo llano solo iba a misa una vez al año, el Día de Difuntos (que no por casualidad enmarca tanto las versiones dramáticas como las orales de nuestro relato), como forma renovada del antiguo culto a las muertos. (Si acaso, también se acudía a la iglesia a cumplir con el precepto del Viernes Santo, bajo la atenta mirada del cura; pero no es irrelevante que también aquí se tratara de ritos mortuorios).
 Por cierto, la presencia del cura como mediador y donante del objeto mágico (las reliquias, el escapulario, etc.) evidencia dos cosas: que la estructura del cuento popular subsiste, con la existencia de dicho intermediario y de dichos objetos mágicos, y que sus transformaciones en tales mediador y talismán denotan un grado de influencia cristiana no desdeñable, aunque no definitiva en cuanto a la transformación del sentido. Contradictoriamente, estos rasgos, el cura y las reliquias, han desaparecido en las versiones cultas de la historia, a pesar de que en ellas, tanto si es para salvar el alma como para condenarla, el significado religioso del desenlace es pleno. (Otra cosa es que el espectador de la obra no perciba que, tanto en El Burlador como en el Tenorio de Zorilla, dicho final no sea sino un postizo ideológico, mejor o peor encajado, al extremo de una historia cuyo asunto principal no es religioso.) No ocurre así en los cuentos de tradición oral –salvo en uno-. Los cuentos populares mantienen como castigo ejemplar para el profanador el simple y absoluto hecho de morir, en la flor de la juventud. La mentalidad popular no parece concebir mayor condena. 
En este punto, hemos de señalar ya la ambigüedad semántica, por  no decir el despropósito, que se produce en la más cristianizada de las versiones, la de Zorrilla, a consecuencia de aquel postizo del arrepentimiento final, más toda la glorificación del héroe, en la cumbre de un exacerbado discurso teológico, destinado, ya que no a adoctrinar, pues no está al alcance de cualquiera concebir la salvación del alma del pervertido Don Juan, por efecto del amor de Doña Inés, cuanto menos a impresionar a las personas intelectualmente indefensas, con su proliferación de angelitos saliendo de la tumba de la dama, música celestial y todo lo que haga falta para una buena liturgia de los sentidos. 
Pero resulta que Don Juan, hasta ese momento, se ha mostrado como un perfecto descreído: “Mas yo no creo que haya/ más gloria que esta mortal” (II, II, VI), “Y otra vida en que jamás/ a decir verdad creí” (II, I, VI). Opinión que está muy lejos de ser la de un simple calavera de clase alta, que sin duda se habría limitado a practicar la obligada cadena de pecados y arrepentimientos, de juerguista converso (como Mañara, por otro ejemplo que luego veremos) pero no descreído. Más se corresponde esa actitud que durante toda la obra ha mantenido Tenorio con lo que podría haber expresado un portavoz cualquiera de la opinión de la gente común: nada hay después de la muerte, que no sea el reino familiar de los antepasados. Ese mismo espectador ha debido coincidir con aquellos asertos del personaje de Zorrilla, y con todo lo que significa en el sentido más profundo de la obra, antes del final. (Así lo atestigua el comienzo de nuestro T1, que caracteriza rotundamente al personaje como “un señor incrédulo”). Pero de pronto ha de variar su punto de vista –no por fuerza sus creencias- ante el potente y retorcido desenlace. Cuesta creer que, aun los más conspicuos creyentes, colaboradores o defensores del poder cristiano, presten su conformidad a un cambio tan brusco en la mentalidad de quien, hasta ese momento, ha representado más bien la profunda visión del más allá que tiene la gente que no ha sufrido ningún proceso de alineación religiosa. Ello es a lo que verdaderamente teme la ideología oficial, pues atenta contra lo más sagrado de las religiones históricas: la administración del otro mundo por la casta sacerdotal. Para combatirla, la Iglesia bautizó aquella creencia popular en los antepasados, dándoles la forma de las ánimas del Purgatorio, y se adhirió, con su habitual oportunismo, a los ritos paganos de la muerte en esos días de primeros de noviembre, al igual que hizo con otras muchas fiestas populares anteriores al cristianismo. Pero las latencias gentílicas son muy persistentes, como se está viendo en nuestro tiempo, con la recuperación multitudinaria de los ritos primaverales de la fertilidad, otra vez en torno a la gran diosa madre, por muy solapados que estén bajo espesas capas de cristianismo mariano. Pues bien, en el Don Juan zorrillesco, persisten aquí y allá vestigios de aquellas antiguas creencias, tales como la cena de difuntos, incluido el culto a la calavera –que enseguida veremos-, esto es, el culto a los muertos reales, a las personas que existieron: “¿Y de qué te alteras/ si nada hay que a ti te asombre / y para hacerte eres hombre plato con tus calaveras.” (III,II). La misma complejidad  con que está redactado este curioso parlamento delata lo relevante, e insólito, de su permanencia. La misma forma en que se produce el regreso de Don Gonzalo a la casa del libertino, ascendiendo poco a poco hasta el lugar en que este se encuentra, recuerda mucho al retorno del difunto en el cuento popular “Ay, mamaíta quién será!” Todo lo cual obliga a pensar que Zorrilla, como buen romántico, tenía también un oído muy fino para la cultura popular, que le dejó adheridos  ciertos rasgos, por fortuna para nosotros no suficientemente manipulados por el ideólogo.            
Aurelio M. Espinosa, en el estudio de numerosas versiones orales consultadas, tanto por él como por su discípula, la doctora Epplen Mackay (que analizó 81 versiones de todas las procedencias) concluye que el “arquetipo teórico europeo y primitivo” no incorpora los elementos religiosos cristianos, sino que “las versiones donde el burlador, cargado de reliquias, se salva, son posteriores”.  Y en cuanto a “las calaveras que persiguen a los que las ultrajan se hallan en los cuentos populares de todas partes del mundo. Hasta entre los indios de Norteamérica encontramos calaveras ultrajadas que buscan la venganza”.               
  En este punto nos detendremos en dos referencias muy llamativas, que nos trae también el documentado estudio de Espinosa: en ambas se nos informa de que la calavera maltratada de nuestro relato perteneció a un juez de mala vida. La primera aparece en una colección latina medieval del siglo XIV, publicada por Klapper:  “[el muerto] le cuenta entonces que había sido juez durante su vida, bueno y justo, pero siempre descuidado y  borracho”. La segunda, del mismo tenor, se documenta dos siglos más tarde, en el XVI, también en una colección latina de Sermones dominicales, recogidos por Hollen:  “Este era un juez borracho [...] Una noche volvía a su casa de la taberna y pasaba por un cementerio. Al entrar, dio con un pie en la lápida y le dio tanta ira que empezó a maldecir [...] En esto estaba cuando se le apareció un difunto horroroso, cubierto de serpientes, sapos y gusanos. Quién eres tú –le preguntó el borracho-. Y el difunto le contestó: -Yo soy lo que eres tú-. Entonces le dijo el borracho: -Te invito a cenar conmigo- [...]
Esta segunda narración posee elementos de un valor incalculable. Con la primera comparte la presencia del juez ebrio, al que pertenece la calavera maltratada; pero ofrece sobre todo la siguiente revelación del difunto al desalmado: “Yo soy lo que eres tú”. Este último rasgo anuncia la cualidad distintiva de otro de nuestros donjuanes, el Mañara sevillano, que, como se sabe, volviendo una noche de sus francachelas de señorito conquistador, se tropieza con un entierro, cuyo cadáver resulta ser el de él mismo. (Zorrilla, que había vivido en Sevilla, probablemente recogió este elemento de la tradición local, acaso sin saber que también era un motivo universal: “¿Y aquel entierro que pasa? / Es el tuyo” (III,II). 
Y ya que hablamos del señorito sevillano, lo más importante de todo es la condición social del difunto y de su alter ego en las dos leyendas piadosas latinas: ese juez de mala vida, esto es, la encarnación fundamental del nuevo orden social surgido en las sociedades agrarias, el valedor del derecho, arrastrado hasta la tumba por sus vicios. Por cierto, que en el título de la segunda leyenda leemos: De ebrietate. Nolite inebriari vino in quo est luxuria. También en la leyenda del siglo XIV leemos: In diuino officio negligens et semper crapulose uixi. Es la primera vez que se nos documenta, por dos  veces y por separado, la relación entre la embriaguez y la lujuria. Pero lo que nos interesa ahora es una evidencia: la calavera de ese juez está a flor de tierra. ¿Por qué? Pues porque ha sido deliberadamente mal enterrado, como castigo a su mal ejemplo social. Recuérdese que en nuestro cuento salmantino la calavera ni siquiera está en el cementerio sino “en el suelo, vamos en el campo”. Todo indica que los sermones medievales pudieron dar ya una versión edificante de esta historia, que, basada en la tradición oral, incorporó muy pronto los elementos religiosos que la tradición culta llevó a nuestros teatros. Pero mantuvieron, no se sabe de dónde,  esta pieza clave del arco semántico: alguien ha puesto ya en crisis la validez de todo el sistema social, por lo que el infamador se considera con derecho a golpearle, nada menos que en la calavera, rompiendo así el tabú del respeto que se debe a los difuntos.             


LOS MOTIVOS FOLCLÓRICOS UNIVERSALES

Un examen más detenido de esta cuestión nos obliga a buscar los antecedentes folclóricos universales, cuantos más mejor, y ello en los dos tipos de estudios  de esta clase: los de Aarne-Thomposon  y el de Propp.  
  En los registros de Aarne-Thompson encontramos, bajo el epígrafe “Tareas sobrenaturales”:  Tipo 470 Ic: “Un hombre en el camposanto invita a una calavera a cenar y entonces se va con la calavera” (Traducción de Fernando Peñalosa).  Remite este enunciado a los estudios de Bolte y Polivka sobre los Hermanos Grimm (1913), a los Wesselski Märchen (1910), a los de Alfons De Cock (1919), al de Lancaster en el número XXXVIII del PMLA (Publications of the Modern Language Association Of America; JAFL (Journal of American Folklore), V, 201-204, que recoge el motivo de la calavera ultrajada que busca venganza, entre indios norteamericanos, también la invitación a cenar (JAFL, XXI, 184), y así otros motivos similares en colecciones francesas, bretonas, inglesas, judías, etcétera. 
El motivo principal, el de la calavera ultrajada, se identifica en el índice de Thompson como C 13 (“Ofended skull), y concurrentes con él son: E 235.5 (“retorno del muerto para castigar al que ha golpeado su calavera”), recogido por Swanton J. R. entre los indios del suroeste (Myths and tales of Southeastern Indians, BBAE, 1929);  E 238 (cena con el muerto) y, un poco más genérico: C 954 (“Persona llevada al otro mundo por violar el tabú”), siempre referidos a numerosas colecciones de muy diversas partes del Globo, y considerablemente alejadas entre sí. Resulta, en efecto, extraordinariamente llamativa la amplitud geográfica de los motivos recogidos, que si no universales, poco les ha de faltar. Impresión que se ratifica si acudimos al segundo de los estudiosos propuestos.
El documentado trabajo de Vladimir Propp, el formalista ruso, mucho más analítico y profundo que los de la escuela finlandesa, nos va a brindar nuevos motivos de asombro. En la esfera de los alimentos sagrados de los muertos, dentro de los ritos de iniciación, dice Propp: “Según la creencia de los maoríes, es posible volver atrás incluso después de haber atravesado el río que separa a los vivos de los muertos. Pero quien haya probado el alimento de los espíritus, ya no volverá. Estos casos demuestran con absoluta claridad que participando de los alimentos destinados a los muertos, el recién llegado [iniciado] pasa a formar parte definitivamente del mundo de los muertos. De aquí se deriva la prohibición hecha a los vivos de tocar estos alimentos”; “En la leyenda americana el héroe finge en ocasiones que come, pero en realidad tira al suelo esa comida peligrosa”; “La estatua (es decir, la momia [egipcia] no podía naturalmente sentarse a la mesa para comer”.   Y antes: “quien prueba el alimento de los moradores del subsuelo cae en su poder”. 
Ni en las cuatro versiones de nuestro cuento, ni en El Burlador, nuestro personaje llegará a probar bocado de la cena que le ofrece el difunto, ya sean cenizas, víboras, alacranes, uñas, etc. (Por cierto, la presencia del plato de cenizas en T3 coincide con lo que ocurre en la versión de Zorrilla; pero es difícil saber en este caso quién ha contaminado a quién). Es más, en T1, se dice: “Haga usted por comer, pero no coma na”, tal y como en la leyenda americana a la que alude Propp. Y en T3: “Yo sé que tú de esto tampoco podrás comer”. Como tampoco probará del vino, que en el drama culto está hecho de “hiel y vinagre”. 
En cambio el muerto, en los textos primitivos, sí aspira a comer del alimento que le ofrecen los vivos, para así convertirse en espíritu: “quiero comer para convertirme en pájaro”, “porque este alimento purifica, purifica de lo que es terreno y transforma al hombre en una criatura no terrena, volante, ligera, en un pájaro [...] “el extraño pan sustancioso y la cerveza que el sacerdote ofrece al muerto, no solo le “transforman en un espíritu” y le “preparan”, sino que le dan la “fuerza” y le hacen “poderoso”.  Se trata de interpretaciones hechas al hilo del Libro de los muertos del antiguo Egipto, que inaugura en la cultura occidental el tráfico religioso en torno a la muerte y, con ello, el poder de los sacerdotes como dispensadores de premios y castigos en el otro mundo. Un lector de hoy relacionará enseguida estos últimos rituales con la comunión cristiana; rituales que, por lo demás, suponen un contraste muy notable con el significado de las relaciones de don Juan con el reino de la muerte. Recuérdese que tanto en los cuentos orales como en El Burlador, y en el Tenorio, tampoco el difunto ofendido come nada de lo que le ofrece su ofensor, por lo que no logrará liberarse de sus ataduras en el reino de la muerte. En efecto, leemos en una acotación del drama atribuido a Tirso: “Húndese el sepulcro con don Juan y Don Gonzalo” (Escena XXI), esto es, ni uno ni otro se liberarán. El primero, no retornando a la vida; el segundo, no saliendo ni ascendiendo a ningún sitio desde el reino de la muerte. Interesante, e inesperada, coincidencia también entre las visiones popular y culta del asunto; y más considerando lo poco que le hubiera costado al autor del drama la glorificación final del espíritu de don Gonzalo, como sí hizo su continuador y corrector, José Zorilla. La visión del más allá como un reino absolutamente  hermético (tal como una tumba) propia del sentir popular, del que ni se vuelve ni se prosigue viaje hacia ninguna parte, claramente definido en el nombre del castillo de los cuentos orales, El castillo de Irás y No volverás, pudo más, aquí también, que toda la retórica cristiana de la salvación. 
En otros pasajes del libro de Propp, leemos: “El vivo no intenta penetrar en el más allá, como sucede en el rito de la iniciación”; “después de que el cadáver se ha descompuesto, se le extrae la calavera, se pinta, se conserva en el hogar y se le dirigen oraciones . Y analizando cuentos rusos de la misma materia: “Camina que te camina, tropezó con la cabeza de un muerto. La apartó de una patada y ella dijo: ¡No me hagas daño, Iván! Entiérrame en la arena”. “La cabeza está allí, en el suelo, él se inclina hacia ella, se sienta a su lado y dice: ¿Pero qué cabeza es esta? [...] ¿Debo acaso volverte a la vida? Y ella le responde: “Si debo morir de nuevo, no me hagas revivir, pero si debo vivir eternamente, hazme revivir”.  Casi podría traducirse, a la luz de lo que vamos viendo: dame de comer algo que yo pueda comer para alcanzar la vida eterna. Pero el caso es que, repitamos,  ni don Gonzalo ni los demás muertos retornados, al menos en la tradición hispánica, pueden comer cosa alguna. 
Recuérdese ahora que en T3, el cuento gaditano, se hace esta extraordinaria alusión: “Por los pueblos ponen una mesa con las calaveras de la huesera”, y en T2, el granadino: “vio una mesa puesta con muchos huesos alrededor”. Es curioso, y tal vez significativo,  que sea en dos cuentos andaluces donde se contienen los más arcaicos vestigios de un ritual de culto a los muertos, y no de desprecio ni de ofensa. 
¿Cuál es en definitiva, el escenario folclórico que tenemos delante, y cómo interpretarlo?  
 Dos ritos fundamentales hemos de considerar: el de iniciación de los jóvenes, que incluye la “experiencia” de viajar al reino de la muerte y regresar de él,  y el del culto a los muertos. Tanto uno como otro van cambiando de forma a lo largo de mucho tiempo, el que dura la adaptación de las costumbres primitivas de las sociedades de cazadores recolectores, a la “moderna” sociedad agraria. Es el mundo de las contradicciones y convulsiones más agudas que ha conocido la humanidad, y que tiene lugar principalmente en el Bajo Neolítico. Muchos componentes de los ritos de iniciación y muchas de aquellas costumbres primitivas se transformarán en relatos simbólicos, pero, atención, a menudo de sentido opuesto al de los originales. Propp pone dos ejemplos: la costumbre de eliminar a los ancianos cuando dejan de ser útiles, se convierte en el cuento maravilloso en una historia de lucha entre hermanos para sucederle,  y el de la doncella que ha de ser sacrificada cada año a un monstruo, como parte de un rito de fertilidad, se torna en la de un héroe que la salvará de ese trágico fin. Así sucede en nuestro cuento “La serpiente de siete cabezas y el castillo de irás y no volverás”. 
De la misma manera, muchos ritos antiguos del culto a los muertos irán experimentando ese mismo proceso de inversión. Así, los restos de canibalismo ritual, que incluían la ingestión del hígado del patriarca o jefe de clan, para heredar sus cualidades, es cambiado por completo para convertirse en un cuento de miedo, el de “Ay, mamaíta quién será”, que todavía se recoge en muchos lugares de nuestra geografía (y al que ya aludimos como posible referente de la escena del regreso de Don Gonzalo en el drama de Zorrilla). Ese cuento narra cómo el muerto retorna a la vida a reclamar lo suyo, su hígado, esto es, desaconseja que se siga practicando aquella costumbre más antigua de ingerir vísceras del jefe de la tribu, en aras de una nueva costumbre: la de enterrar completos y en buenas condiciones a los que mueren, para procurarles precisamente un eterno descanso. Y al contrario: un mal enterramiento pasará a significar un castigo, como le ocurrió a nuestro juez borracho. La relación con los difuntos se convertirá así en una relación simbólica, desprovista de toda materialidad, y la raya divisoria entre este mundo y el otro, en una barrera impenetrable, que solo los sacerdotes de las nuevas religiones se atreverán a franquear -o eso hacen creer a sus fieles-, aduciendo un conocimiento sagrado del más allá. En ese crítico momento, puede decirse que la humanidad estuvo a punto de construir el discurso que podría haberla emancipado definitivamente: puesto que la agricultura proporciona alimento para todos, y solo tenemos esta vida, honremos a nuestros antepasados y hagámosla habitable y justa entre todos. Pero al poder de la riqueza generada por la propiedad hereditaria de la tierra, más todo el entramado de leyes que la protegen, se unió pronto ese otro poder: el de los que dicen hablar en nombre de los dioses.  
Como decíamos, el mito de Don Juan es obvio que recoge la transformación de otro ceremonial mortuorio, incurso en los antiguos ritos de iniciación: el de visitar el reino de la muerte y retornar de él, pero ello justamente en la forma contraria, en virtud de aquel proceso de inversión: el reino de la muerte (la estatua, el fantasma) viene al “iniciado”, se lo lleva y este ya no regresará, aunque no haya comido de los alimentos de los muertos. Pero esto no ocurre de cualquier manera, sino también en una historia donde los demás elementos han sido sistemáticamente trastocados: el iniciado no se entregará dócilmente a la práctica de los ritos de paso, sino que será un joven insolente, poco respetuoso con las nuevas leyes, incluidas las que protegen a las mujeres, como garantes que son de aquella propiedad legítima. (Dice Zorrilla, con gran precisión, seguramente inconsciente: “No hubo para él segura / vida, ni hacienda, ni honor”) De ahí que a menudo sea, además de joven, borracho y disoluto, y en las versiones hispánicas, libertino, esto es, burlador de mujeres también. Esta sí parece una cualidad española del mito, si no originaria, cuanto menos exacerbada en la forma culta, a partir de rasgos muy débiles de la tradición oral, presente en los romances, y no en los cuentos: “Pa misa diba un galán / caminito de la Iglesia, no diba para oir misa ni pa estar atento a ella, que diba por ver las damas, las que van guapas y frescas”.  Casi todos los romances de esta materia van a repetir esa tendencia frívola del conquistador, que las versiones cultas, a partir de aquellas otras medievales latinas, convertirán en asunto tan principal como el de la falta de respeto a los muertos.


DON JUAN EN SEVILLA 

Maurice Molho nos ha recordado oportunamente cómo era el mito de Don Juan que corría por las calles de Sevilla, antes de que se extinguiera casi por completo, seguramente eclipsado por las versiones teatrales: 
“Abordaremos el mito con ayuda de dos tradiciones tardías que relata Prosper Mérimée al principio de sus Ames du Purgatoire, narración donjuanesca publicada en 1834. El interés de esas dos tradiciones [...] es que recogen un estado casi paródico del discurso mítico tradicional. [...] Merimée encontró allí un don Juan binario, ambiguo, contradictorio: [...] Vuestro Cicerone os contará también cómo don Juan  hizo extrañas proposiciones a la Giralda , y cómo la Giralda las aceptó; cómo don Juan, paseándose, recalentado por el vino (subrayado nuestro) por la orilla izquierda del Guadalquivir, pidió fuego a un hombre que paseaba por la orilla derecha fumando un cigarro, y cómo el brazo del fumador (que no era otro que el diablo en persona) se alargó tanto y tanto que atravesó el río y vino a presentar el cigarro a Don Juan, el cual encendió el suyo sin pestañear y sin sacar provecho de la advertencia. [...] El mito esencial de Mañara [que hemos visto] es el encuentro del héroe con su propio entierro, un motivo folclórico conocido [que ya presenta el relato medieval de Hollen], muy anterior a Mañara [...] que tiene toda la apariencia de una falsificación del folklore forjada en beneficio de una propaganda religiosa [...] en cuya historia lo sobrenatural interviene no para eliminar al héroe funesto, sino solo para advertirle, y advertirnos a todos con él, contra el olvido de Dios”.  
El fundamentado estudio de Molho apela al mismo principio de los estudios mitológicos, el de la inversión del sentido con respecto a las fuentes primitivas. De este modo, la estatua de la Giralda que revive para entregarse a nuestro conquistador es todo lo contrario de la estatua del Comendador que viene a llevárselo a la tumba. En cuanto a la significación del fuego del cigarro, dice el semiólogo, en explicación de la condición del libertino: “No se puede fumar dos veces el mismo cigarro, ni la misma mujer”.  “Los amores de don Juan con la Giralda son una reversión de la muerte que el Comendador inflige a Don Juan. Y lo mismo ocurre con la historia del fuego tendido por el Diablo por encima del Guadalquivir, que no es, de nuevo, más que la figura invertida del Comendador”.  En cuanto a la presencia mitológica en Sevilla de esa mujer-fuego, la Giralda, no hay que echar en saco roto la segunda versión de la misma en la figura de Carmen la Cigarrera, que habría venido así a prolongar, si no a tapar, la primera. Pero este será asunto a estudiar en otra ocasión. Lo  que conviene tener presente es que aquella inversión del mito se produce justamente en esa dirección: de la forma culta sobre la popular. 
Vamos así estrechando el círculo de la relación entre la sensualidad y la muerte, que ya no nos parecerán tan alejados. Está insinuada en los romances, en las versiones latinas, antes que en el drama. Un autor más cercano a  nuestros días, Ramón J. Sender, al estudiar esta cuestión, concluye: “El puro goce sensitivo entronca, como suele ser habitual en los países mediterráneos, con el tema de la muerte”.  En realidad, es ya casi un tópico literario, de base freudiana, esa relación entre Eros y Zánatos, pero en nuestro caso encuentra especial aplicación, y no precisamente especulativa. Ya hemos visto cómo don Juan lo que subvierte, al fondo de todo, es el nuevo entramado de valores de la sociedad agraria, basado en la propiedad hereditaria de la tierra, la acumulación de bienes por matrimonio negociado, la garantía de la esposa como transmisora de esos bienes materiales propios, y, como dice el propio Molho: “El mito de Don Juan no es otro que el de la monogamia”.  Eso es lo que verdaderamente asusta a la sociedad burguesa constituida: el que los desafueros de don Juan con toda clase de mujeres (que desde luego se le entregan con extraña docilidad, lo mismo que extraña el morboso interés de los espectadores del drama de Zorrilla) pone en crisis todo ese sistema, amén de las cuitas de honor ultrajado, que no son más que el motor del drama; por eso ha de acudir el dramaturgo  a la sacralidad del rito de la muerte y a la condenación eterna, solo que dándole la vuelta al sentido originario, que era el de la fijación del más allá como un lugar inescrutable, propio de la cultura popular, ahora transformado en una especie de negociado de premios y castigos,  y no para asustar a Don Juan, que ya no tiene arreglo, sino a los destinatarios del drama. Se entiende ya mejor la sorprendente presencia de un juez borracho en este complejo panorama, pues también si la justicia puede ser violada por quien debe ser su garante, es que todo está permitido, incluso el ultraje a las mujeres honestas. Convertir al difunto en padre de la dama deshonrada, ya es mero capricho literario, como casi todo lo demás que no tenga que ver directamente con la raíz del mito.     


CONCLUSIONES

A la vista de los materiales antropológicos y de las tradiciones orales que preceden históricamente a las versiones cultas del mito de Don Juan, puede afirmarse que este aparece mucho más allá de las fronteras españolas y desde tempos muy antiguos. Motivos y tipos folclóricos relacionados con él se recogen en muchos otros lugares, tanto de Europa como de la América precolombina, de África como de Oceanía. 
Las raíces del mito universal están relacionadas con dos rituales principales: los de iniciación de los jóvenes a la edad adulta, y los del  culto a los antepasados. Los cuentos de tradición oral hispánicos todavía recogen motivos de esos dos orígenes, en particular: el puntapié que un joven borracho propina a una calavera mal enterrada (que en ciertas versiones pertenece a un juez borracho) y el doble convite a cenar que se hacen mutuamente el muerto así ofendido y su profanador. También ciertos vestigios de la cena necrológica que tenía lugar el Día de Difuntos, como en otras muchas culturas. 
En dichos cuentos populares se repite la presencia de un cura, como mediador entre el “calavera” y la calavera, así como las reliquias de santos que el sacerdote proporciona al joven para que acuda protegido a su cita con el difunto. Estas reliquias suelen impedir que el difunto se lleve al otro mundo a su invitado, pero solo durante un tiempo, al cabo del cual el ofensor muere. A veces,  ni siquiera eso; el joven es conducido a la tumba directamente. Esta muerte sin más, y en plena juventud, es el mensaje esencial de los cuentos populares de esta materia. Lo que significa que el rito de iniciación ha fracasado; el joven no ha ido al reino de la muerte y ha vuelto: solamente ha ido. La cristianización del mito, que se aprecia en la presencia del cura y de las reliquias, no concluye en la salvación del alma del joven. En cambio, en algunas versiones cultas, sobre todo la de la obra de Zorrilla, sí se produce dicha salvación y la glorificación del arrepentido. Pero, curiosamente,  ni en este drama ni en El burlador... aparecen el cura ni las reliquias protectoras; y ello porque ninguno de los dos parte de la historia de la calavera ofendida, sino de la historia de un libertino burlador de mujeres, que apenas se insinúa en las tradiciones orales. 
La potenciación de este factor, el de la lujuria, convierte al personaje en burlador doble, de mujeres y de difuntos, y esta condición, en pie de igualdad narrativa, sí puede considerarse un rasgo hispánico. 
Puede pensarse que El burlador..., atribuido a Tirso de Molina, está más próximo al sentido de las tradiciones populares que el drama de Zorrilla, pero si examinamos detenidamente el aspecto esencial, que no es otro que el sentido de la muerte, veremos que en ambos se está más cerca del sentir popular que de la doctrina cristiana,  probablemente a pesar de la intención de sus creadores. En el primero, el Comendador se lleva al libertino al sepulcro, con él, y no hay más. El difunto ofendido tampoco se liberará, pues no hay noticia alguna de que esté o pueda ascender al Paraíso ni cosa parecida. Y ello, no porque hubiera sido también un  desalmado –que en absoluto- sino porque el viaje de la muerte termina ahí. En este caso, el más allá se parece al Averno de los clásicos más que al lugar de castigo del cristianismo. Sería injusto que el Comendador penara lo mismo que el burlador, por delitos que  no ha cometido. En el segundo drama, se produce aquella glorificación y salvación teológicas; pero este final es claramente un postizo literario; el resto de la obra transmite un mensaje distinto por completo: don Juan es un descreído que varias veces manifiesta su nula fe en que haya otra vida después de la vida. En esto don Juan se identifica más con la opinión de la gente común, que solo acudía a la Iglesia el Día de Difuntos, a perpetuar un vestigio del antiguo culto a los muertos, y obligatoriamente el Viernes Santo, aunque también a practicar un ritual mortuorio. Lo que seduce –o seducía- al público de los teatros no era la leyenda bautizada del Don Juan, sino el carácter subversivo del personaje, antes del final, en todos los órdenes establecidos por la sociedad que sale del Bajo Neolítico: el matrimonio monógamo, la propiedad hereditaria de la tierra, y la honra de las mujeres como garantes de ella. Todo  disfrazado de derechos sagrados y virtudes cristianas. En cuanto a que también sea un burlador de difuntos, su sentido es el siguiente: el culto a los muertos establecido por la Iglesia, como devoción a las almas del Purgatorio, es una apropiación indebida de los antiguos cultos a los antepasados, y como tal bien está que sea destruido por ese mismo subversivo. En ese momento, Don Juan representa el sentimiento inconsciente del público: toda la sociedad está montada sobre una farsa, o sobre una injusticia, la de la propiedad no distributiva, sostenida por el poder, y este libertino no es más que un vástago ruin de sus falsos valores, un gallardo rufián, salido de sus filas, que hace bien en destruirlo todo. Con lo que de fondo, el público está añorando, sin saberlo conscientemente,  aquella fase de la prehistoria en que la humanidad, forcejeando en pleno Neolítico, estuvo a punto de construir un discurso igualitario, basado precisamente en el portentoso avance de la agricultura: puesto que ella proporciona alimento para todos, y no tenemos más que esta vida, honremos a nuestros antepasados y construyamos una existencia justa y habitable entre todos. Pero al poder de la riqueza generada por la propiedad de la tierra, con todo su entramado de leyes que la protegen y perpetúan, en hijos legítimos garantizado por la “honra” de las esposas, se unió pronto otro poder: el de los que dicen hablar en nombre de los dioses.




BIBLIOGRAFÍA

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Emitido el 19 de Noviembre de 2011 en la 2 de RTVE
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El programa `El público lee´ de Canal Sur TV entrevista a A. R. Almodóvar a propósito de su biblioteca (25-09-2011)
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A. R. Almodóvar es el guionista de este documental emitido por TVE2 en el programa `Imprescindibles´ (18-03-2011)
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