El pasado 29 de diciembre El País publicó un desconcertante
artículo titulado “Viejos y nuevos intelectuales”, de Benito Arruñada y Víctor
Lafuente, que si bien ha pasado un tanto desapercibido, no ha dejado
indiferentes a los que repararon en él. Los mismos autores, en réplica a una
carta de Javier Cercas del día 31, en otra del día 3 de enero, muestran a las
claras su rechazo frontal a Ortega como paradigma del intelectual comprometido
y, de paso, a sus seguidores, antiguos y modernos. Como tesis general, pretenden los firmantes
que hay momentos en la Historia de un país en que los intelectuales, por su
radicalidad en los análisis de una situación de crisis, provocan estados de
opinión peligrosos y alejan la posibilidad de una salida pactada. Pero esa
tesis en seguida se viene abajo con los ejemplos esgrimidos y con la
comparación entre épocas tan distantes, y distintas, como las de hace un siglo
y la actual. Una vez más se confirma lo arriesgado de esa clase de operaciones,
sin caer en ciertos espejismos, seguramente levantados por el deseo.
Merced a una embarullada argumentación, los
autores tratan de establecer semejanzas y paralelismos entre el ambiente
intelectual de entonces y el de ahora; aquel bipartidismo “clientelar y corrupto”,
que con toda razón atacaba Ortega, con el que hay ahora, según Podemos y otros.
Para eso no dudan en poner al propio Ortega, a los regeneracionistas, e incluso
a Azaña, a la altura de la “intelligentzia” de Podemos y de otros intelectuales
de hoy. (Lo primero que me ocurre es: ¡ya quisieran los de Podemos!) Todos,
entonces como ahora, practicarían un “trágico papel tóxico”, “contribuyendo con
su palabra candente a destruir nuestro régimen liberal”, y alejando “el debate
político de pautas sosegadas y constructivas”. En cuanto aparece la palabra liberal, lo mejor es ponerse en guardia,
pues no habrá otra del lenguaje de la política que haya sufrido mayores
zarandeos a lo largo de los dos últimos siglos. ¿A qué “regimen liberal” se
estarán refiriendo? Pues ni más ni menos al que, según estos autores, trajo la
Restauración de Cánovas, y a la “loable” intención del malagueño, dicen, de que
no hubiera “vencedores ni vencidos”. Claro, eso después de haber destruido a
toda la intelectualidad progresista de la época. (Que se lo pregunten, si no, a
los Machado). Se les olvida a estos articulistas que en España ese ambiente
“liberal”, de bipartidismo pactado, descansaba en que no hubo unas verdaderas
elecciones libres hasta las municipales de 1931. (Y hasta 1933 no pudieron
votar las mujeres). Durante la Restauración fueron elecciones censitarias y
caciquiles, que era de lo que se quejaban Ortega y los republicanos.
¿Y todo
esto, ahora, para qué? Pues para advertirnos de la “irresponsabilidad” de los
“discursos maniqueos y victimistas”, con algunas otras perlas verdaderamente
sorprendentes, como que “la renuncia a la lucha es la base misma del Estado de
derecho”, despachando de un tajo la lucha obrera, base de la conquista de los
derechos de los trabajadores, y como si el capitalismo hubiese concedido alguna vez algo a los asalariados motu proprio, ni aquí ni en ningún sitio. Bien se está viendo de lo que son
capaces los empresarios españoles, aprovechando la reforma laboral del PP y el debilitamiento de los sindicatos: de
expulsar a los trabajadores más díscolos o veteranos, sojuzgar a los que
quedan, y si acaso contratar a otros nuevos, por 4 horas teóricas y 10
efectivas, entre otras hazañas, todo ello bajo la dictadura del miedo. ¿Y qué
más? ¿Todo eso solo para desmontar el supuesto discurso radical de Podemos?
Muchas alforjas parecen para viaje tan corto. Los de Podemos ya se están
desprestigiando por sí solos, con sus acomodos tácticos y sus ambigüedades
estratégicas (amén de sus pintorescas amistades internacionales), lo que no
impedirá que crezcan en el favor de un electorado que, por encima de todo, lo
que quiere es ejercer un voto de castigo. ¿Para atacar a Ortega, a estas
alturas? Ortega fue un eficaz antimonárquico, pero un tibio republicano, desde
luego nada radical, que con su actitud reticente no le hizo ningún favor a la
República ni, desde luego, tuvo nada que ver con lo que vino después, el golpe
de Estado y la Guerra Civil, desencadenada por unos militares serviles al
caciquismo y a la Iglesia.
No se acaba de ver por ningún lado cuál puede
ser la verdadera intención de una andanada tal contra los intelectuales
comprometidos –ellos los acusan de “idealismo estéril”- en un artículo tan
extraño, y publicado nada menos que en El País. (Un día antes, y lo hubiéramos
tomado por una inocentada). Habrá que afinar un poco más. Entre col y col,
veremos en el texto otro ataque frontal a los proteccionistas, como “verdaderos
responsables de nuestro atraso”. Hombre, si lo dijeran por Cambó, que asentó
las bases de una Cataluña hiperprotegida, hasta por Franco, todavía. Pero
curiosamente, en tan prolijo artículo no hay ni una sola alusión a
nacionalistas de ningún género. Es como si estos no hubiesen tenido papel
alguno en las muchas atrocidades del XIX y del XX, con sus otras formas
enquistadas de caciquismo hispano, eso sí, ribeteadas de fantasías
identitarias. Lo único claro, en suma, es ese tirón de orejas a los
intelectuales que ellos creen miméticos de Ortega (a los que también endosan
otras galanuras, como que no se interesan por la economía -pobrecitos
intelectuales, ¡qué sabrán ellos!-, para que moderen el extremismo de su
discurso en la situación actual. Ante
tan magra conclusión, que sean pragmáticos y constructivos, la pregunta ya es
perpleja: ¿Y eso es todo? Sucede que no dicen para construir qué ni cómo.
Diversas alusiones a la competencia, a las reglas del mercado y al pactismo no
dejan lugar a dudas en cuanto a la música, que es bien conocida. Pero ¿y la
letra? Habrá que deducirla. Si los autores de este mejunje no están con
Podemos, ni con el Gobierno (al menos no claramente) ni con la oposición, no
queda otra que la necesidad de una gran coalición, a la alemana, que también
nos suena. Pero ¿por qué no lo dicen así?
Antonio Rodríguez Almodóvar